martes, 16 de julio de 2013

La zanja Doña Melchora y el puente Ruiz Huidobro

Por Beatriz Alicia Buonocore

La zanja nacía a la altura de las calles Alberdi y Francia y desembocaba en el Arroyo Yaguarón. No era una zanja cualquiera, era la “zanja de doña Melchora”. Se la conoce así porque doña Melchora era una señora que vivía a orillas de ese desagüe  de la ciudad.
Todos los niños pescaban allí, porque los pesces entraban desde el río. Era una recreación inolvidable. En ese  sitio el Yaguarón era muchos más ancho hasta que fue canalizado. Todas las tardes se veía a grandes y chicos caminando por sus orillas buscando el lugar más cómodo para una captura segura. Muchos nicoleños se iniciaron como pescadores en sus orillas, con la antigua línea de mano, aprendiendo el pique del moncholo y el amarillo.
Cuando San Nicolás comenzó a crecer y se debían buscar pasos alternativos, seguros para los transeúntes se decidió crear un puente que atravesaría la zanja de doña Melchora, que más tarde fuera protagonista de postales que recorrieron el mundo.  Se terminó de construir el 23 de diciembre de 1894 y tuvo una  vida  útil de 73 años hasta que fue reemplazado por la construcción de una calle que unía ambas costas. Se ubicaba en la calle Sarmiento entre la avenida Alberdi y José Ingenieros y recibió el nombre de “Puente Ruiz Huidobro”, en conmemoración al ex intendente de la ciudad, promotor de su construcción. La zanja ya no era lo mismo con el puente, todo ese lugar se volvió más transitado por los lugareños y perdió su anhelada calma.
Igualmente, no dejaba de ser un lugar agreste, pintoresco y atractivo. Su paisaje daba un aspecto salvaje, la vegetación se desarrollaba a los costados de toda la zanja: malezas y camalotes mezclándose con el agua turbia que corría como un torrente de una ciudad despojándose de sus impurezas. Las casas que la rodeaban eran humildes pero con una construcción segura, la mayoría se localizaban en distintos niveles de las barrancas linderas, por temor a una inundación que haga desbordar la zanja.                         
119 años después,  todo es diferente, es otra la historia. La zanja dispone de laterales y base hechos en hormigón armado y su curso fue cambiado. Ahora, en su desembocadura, se encuentra el Club Náutico de San Nicolás. Atraviesa la ciudad por debajo de las calles, por entubamiento y solo la comenzamos a divisar y sentir su caudal a pocos metros de su desembocadura, tramo que pronto también será tapado para unir ambas costaneras de la ciudad.
La zanja de doña Melchora no será más esa en la cual se buscan objetos desaparecidos, ni tampoco será más el paso obligatorio de los niños que  quieren aprender a tirar su primer línea de pesca. O de vecinos tomando mate sobre sus orillas. Todo los sabores, placeres y aventuras que se vivían en ella, quedarán en la mente de muchos que los hayan experimentado, que no dejarán el pasado y el presente, y que en el futuro nos permitirán reactivar el recuerdo.

jueves, 11 de julio de 2013

Amor en 120 manteles


Por Romina Paniagua



Cuando cocinan los vascos nadie se queda sin comer, tienen la particularidad de hacer magia en la cocina. Ellos cocinan para los chicos de diferentes escuelas rurales y carenciadas.  Ya hace años que lo vienen haciendo.

Una noche, allá por abril del 2012, estaban comiendo en el quincho del centro (solo los privilegiados, además de los vascos, lo conocen) y se pusieron a ver qué podían hacer para ayudar a la comunidad. Fue ahí cuando uno dijo: ¿por qué no cocinamos para 1000 chicos? Como primer momento parecía una locura: ¿1000 chicos? Especialmente sabiendo de quien venía la primera idea (del vasco más loco que conozco) parecía irrealizable, pero después la locura se fue contagiando y la idea fue tomando forma. ¿Por qué no? Y así se fue convirtiendo en algo real.
El trabajo tenía que ser coordinado y arduo porque no era solo cocinar y listo. Había que cortar calles, conseguir transporte, platos, cubiertos, vasos, seguridad. Esto no es algo que suceda normalmente en San Nicolás: la plaza Mitre estaría copada por chicos de las zonas más alejadas del centro de la ciudad, muchos de las cuáles pisarían ese día la plaza por primera vez en sus vidas.
El tiempo fue pasando y, a pesar de las dificultades -que fueron muchas- el día llegó. A las 6 de la mañana me hice presente en el lugar, con mi cámara en el cuello y mis manos dispuestas a ayudar en donde se requiera. Se observaban rostros muy cansados ya que varios no habían parado aun, desde el día anterior.
Ya que de por si cocinar paella de pollo no es fácil, ¡imagínense cocinar para 1000! Pero los vascos tienen una característica especial: pueden trabajar todos juntos de tal manera que cada uno sabe lo que tiene que hacer y todo está finamente entrelazado.


El trabajo comenzó.

Seis enorme paelleras comenzaron a arder en la vereda de calle Belgrano, sobre la plaza Mitre y tanto calle Sarmiento como Belgrano fueron copadas por 120 tablones donde comerían en unas horas mil chicos de la ciudad.
Éramos muchos corriendo de un lado para otro, poniendo manteles, vasos y servilletas en las mesas. Otros acomodaban las sillas, todos trabajando a la par, sin discusiones ni peleas. Todos juntos por un fin en común.
De repente, en el cielo, se cruzaban de vereda a vereda los banderines con la bandera Vasca y la Argentina que flameaban bajo el creciente sol. Hasta los veteranos de Malvinas de Rosario colaboraron para esta ocasión, poniendo a disposición de los cocineros un especie de cocina que mantenía los caldos calientes para que se encuentren en la temperatura exacta al momento de consumirse.


Los chicos.

Por fin, el momento más esperado llegó. Los chicos comenzaron a arribar a la plaza, todos con sus blancos guardapolvos en filas y custodiados por sus maestros. Y allí empezó mi trabajo, mi pequeño aporte para esta gran fiesta.
Comencé a correr de un lado para el otro, para no perder de vista ni un solo segundo. Ahora sí mi cámara estaba en mis manos y mi mente solo estaba atenta a capturar el mejor ángulo, donde la luz del medio día no fuera un impedimento para poder hacer lo que más me gusta: inmortalizar los momentos.
Todos con sus caritas contentas y sonrientes posaban para la foto grupal y se iban acomodando en el centro de la plaza donde se realizaría el ansiado acto de apertura.


La comida.

El acto duró apenas un instante. Se izaron las banderas, se cantaron los himnos y ya todos se dispusieron para la llegada del momento crucial, para hacer aquello que habían ido a hacer: era momento de sentarse a comer.
Cada escuela tenía un lugar destinado, cada chico se llevaría de recuerdo una hermosa taza de Hijitus. Mientras se esperaba que llegara la comida, hubo canto y baile típico del País Vasco. Las bandejas comenzaron a llegar y los pequeños a comer, por turnos, ya que no eran ni más ni menos que mil chicos. Cuando al fin se terminó de repartir,  todos se quedaron en sus asientos, disfrutando la delicia que tenían adelante.
De repente un sonido extraño comenzó a oírse. Todos miraron para arriba sin poder dejar de buscar qué era lo que lo provocaba, hasta que lo vieron. Alto en el cielo apareció un helicóptero que dejó caer papelitos de todos colores para adornar lo que había sido una jornada por demás de colorida. Era la hora de volver a casa y todos comenzaron a emprender el regreso, no solo con su pancita llena sino también con su corazón por demás de contento.

jueves, 4 de julio de 2013

Amor salvaje

Por Celia Mesías

Esta es la historia de una de las tantas valientes nativas de nuestra hermosa tierra, que demostró su tesón y esfuerzo para salir adelante, a pesar de todo, luchando por ser feliz, a su manera, como dice la canción de Sinatra.
Esta historia comienza con el nacimiento de una hermosa criatura una mañana de enero de 1913, en una de las islas frente a San Nicolás de los Arroyos. La fecha exacta no la sabremos jamás porque su pueblo, los Querandíes, no se llevaban por el nuestro calendario. Fue bautizada con el nombre de Celeste, porque en el momento de su alumbramiento el cielo estaba diáfano.
Creció educada bajo la cultura de su pueblo, siendo la quinta de 10 hijos. Era una niña alegre, curiosa, inquieta, valiente, con un temple poco común entre sus semejantes femeninas. Colaboradora con su madre y siempre bien predispuesta a trabajar con los animales que su familia poseía en los campos y establos. Le encantaba montar a caballo, de hecho lo hacía muy bien. Le gustaba, además, nadar y pescar con sus hermanos y trepar a los árboles a la par de los varones.
Cada tanto acompañaba a su padre a tierra firme para vender carnes, cueros y artesanías a un par de tenderos con los cuales negociaba sus mercancías. En una de esas visitas, cuando tenía 16 años, estaba bajando una bulto con vasijas de cerámica que habían elaborado con sus hermanas cuando se tambaleó por el peso de la alfarería. Algo la sostuvo, para evitar que cayera. Sorprendida, giró la cabeza para dar las gracias y se encontró con los ojos más bellos que había visto en su vida, marrones de pestañas arqueadas, que le dirigían una mirada clara, pura, mágica.
Si bien estaba acostumbrada a los varones, se sintió demasiado vulnerable frente a aquel hombre y bajó rápidamente la mirada, se liberó del abrazo y se apresuró a entrar en la tienda donde la esperaba su padre para continuar sus actividades comerciales. Cuando parecía que su corazón había recuperado su ritmo normal, mientras estaba parada en frente de la repisa de los vestidos, admirando uno de ellos color verde pálido, una cálida voz le volvió a acelerar su ritmo cardíaco:
- Pruébatelo, tengo el presentimiento que fue hecho para ti, le dijo el muchacho que la había ayudado un rato antes, dispensándole una sonrisa encantadora. Permíteme que te lo regale a cambio de tu nombre, continuó.
- No puedo aceptarlo señor, gracias, le dijo ella mirándolo a los ojos para luego bajar la mirada, y continuó: Mi padre se enojaría, a él no le gusta que sus hijos tengan amistad con la gente de esta orilla, además estoy comprometida en matrimonio con Juan, un muchacho de mi pueblo.
El  gallardo caballero se dirigió entonces hasta donde se encontraba el padre de Celeste, con paso decidido, y haciendo un ademan de respeto se presentó:
-Buenas tardes señor, mi nombre es Ernesto Suárez, dijo el joven extendiendo la mano. Me gustaría obsequiarle a su  hija un vestido en homenaje a su hermosura, le suplico le permita aceptarlo, sugirió.
El padre de Celeste extendió la mano para estrecharla con la suya, un poco desconcertado, lo miro de arriba abajo con desconfianza.
- No sé señor qué intensiones tiene, pero nosotros somos gente decente a pesar de ser “indios”, le respondió.
- Despreocúpese mi  señor, yo no tengo prejuicios, soy de una buena familia. Mi apellido me precede, mi padre, como usted sabrá, es uno de los caudillos de esta ciudad y yo también soy un hombre de honor. Solo deseo tener un gesto de galantería con su hija y si usted me lo permite, entablar una amistad con ella.
-Está bien señor Suarez pero ándese con cuidado, soy pobre y mis únicos tesoros son mis hijos, respondió el padre de Celeste como en un ruego.
- No se preocupe, soy hombre de buena voluntad, los veo a menudo por aquí y recién hoy me atreví a acercarme. Su hija me ha cautivado, solo deseo conversar con ella para conocerla, le agradezco la confianza.
- Esta bien señor Suárez, ya veremos, la confianza se gana, le dijo y giró para seguir con su tarea.

Ernesto tomó el vestido y se lo entregó al tendero para que se lo cobrara. Luego, ya envuelto, se lo dio a Celeste bajando la cabeza como señal de realeza y le dijo:
-Espero que la próxima vez que vengas a este lugar, lo lleves puesto y podamos ir a dar una vuelta, Celeste.
- Gracias señor, es hermoso, si quiero ir a pasear, nunca lo hice, le respondió ella.
Celeste estaba encantada, esos ojitos la habían hechizado. Ella contaría más tarde que fue amor a primera vista.

Desde ese día, la adolescente y el joven caballero se encontraban para caminar por las calles de San Nicolás, tomados del brazo. Tomaban helados o comían algunas confituras que él le traía de regalo para agasajarla, incluso don Torillo autorizó a la niña a que cruce los días que no iba a los comercios para ver a su amigo Suárez.
A los 3 meses, Ernesto le pidió la mano de Celeste a Torillo. El matrimonio le significó a Ernesto ser rechazado por toda su familia y su patrimonio, pues fue desheredado por casarse con una india. No le importó. La feliz pareja se instaló en lo que en aquella época se conocía como “el bajo”, en una humilde casa de alquiler de techos bajos, piso de aferrite, húmeda y de paredes descascaradas. A pesar de eso, ellos fueron muy dichosos allí y tuvieron 3 hijos: Juana, Ernesto y Lila.
Él trabajaba en la oficina de uno de los pocos amigos que le quedó después de su boda con Celeste; y ella lavaba y planchaba para terceros. A los 10 años de convivir en armonía, Ernesto enfermó seriamente. Le diagnosticaron cáncer de pulmón y en poco tiempo falleció. Celeste quedó sola con sus 3 niños pequeños. No quería volver a la isla con su familia, por eso, envió a sus retoños al hogar San Hipólito y consiguió un trabajo cama adentro. A los hijos los veía todos los fines de semana, cuando aprovechaba para ir a pasear a alguna plaza y pasar el día juntos, como había hecho Ernesto con ella, unos cuantos años antes.

Historias inolvidables

Por Beatriz Alicia Buonocore

“Si de tradición oral hablamos, diste con la persona indicada,  soy la cuarta generación de una familia que vive dentro del Teatro. Mi bisabuelo trabajó como albañil en su construcción, con vivienda en el interior del edificio. Luego nacieron mi abuelo, mi mamá y yo”, fue la respuesta de Flavio Verandi, actual conserje del Teatro, cuando le pregunté si tenía conocimiento de algún acontecimiento que haya ocurrido dentro de este emblemático espacio cultural nicoleño.
Había escuchado por compañeros de trabajo que el Teatro encerraba varias historia y eso bastó para que me decida a investigar sobre cuentos, leyendas o simples hechos que ocurrieron allí. Tenía que encontrar a alguien  con los conocimientos necesarios  para que me provea información, fue entonces que me contacté con él.
El pintor y el manto
Una de estas historias tiene la mezcla perfecta entre fábula y verdad y es quizás la historia más conocida entre los pobladores de una ciudad que no olvida. Cuentan que el artista estaba pintando el manto de la cúpula del Teatro Municipal Rafael de Aguiar cuando de repente su escalera (compuestas por varias unidas, dada la altura) se derrumbó y él cayó al suelo. El golpe fue mortal. Las personas que lo estaban ayudando en la obra, después de tan angustiado shock, decidieron mezclar parte de la sangre derramada del pintor con la pintura que se estaba usando. De esta manera, su nombre, su obra y su alma quedarían estampados en la  eternidad. Es por eso, que ese paño rojo  que cubre una de las figuras fue grabado con dos tonalidades diferentes de bordó.

El artista a cargo de  la decoración del telón y la cúpula del Teatro Rafael de Aguiar era  el italiano Rafael Barone, quien murió muchos años después de la construcción del Teatro. Entonces, cabe preguntarnos ¿cuánto de verdad tiene esta historia? El único que podía resolver el cuestionamiento era Flavio, su familia venía de larga tradición viviendo en el teatro. Imaginé que sabría la verdadera historia o por lo menos la más cercana de las versiones. No me equivoqué, su versión fue algo diferente y más lógica.
“La leyenda es la que contaste”, me dijo, pero “en realidad, como toda leyenda, se compone con algo de verdad y algo de fantasía. La veracidad histórica fue que un albañil murió al caerse del andamio durante la construcción del Teatro. Tomaron ese hecho y las dos tonalidades diferentes de un manto pintado en la cúpula para elaborar esa leyenda del pintor”.
                                                                                                                                                                 

La tía Luisa
Otra historia que Flavio me contó tiene que ver con su tía abuela, Luisa. Con sólo 5 años, ella se sentaba todas las tardes a mirar como Rafael  Barone pintaba prolijamente  en lo alto de aquel techo del  Teatro Municipal, sin imaginar que ese lugar iba recibir a tantos artistas a través de los años y que marcaría parte de la historia cultural de la ciudad. Era su pasatiempo, a ella le gustaba simplemente verlo pintar. El pintor cada tanto miraba hacia abajo y ella, con una sonrisa, le confirmaba su atención. No dejaba de observarlo. ¿Qué le llamaría tanto la atención?, ¿la altura, las figuras pintadas o el aburrimiento de no tener con quién jugar? Lo que fuera, era muy fuerte para hacer que una niñita tan pequeña pase horas allí, contemplándolo.
Un día Rafael  Barone le preguntó si no quería ser su modelo, si le gustaría que la pinte allí, en lo alto. Ella con sus ojitos brillantes, saltó de su sillita de madera y paja y con un movimiento de cabeza confirmó la propuesta. Enorme fue la sorpresa y alegría del primer conserje del Teatro, Ernesto De Spírito, cuando se enteró que su hija quedaría retratada en ese espectacular edificio que se asemejaba al Teatro Colón de Buenos Aires.
Spírito, a quien todos conocían como “Tito”, un italiano que llegó a la Argentina en el año 1900, integró el personal de la obra de la construcción del Teatro y más tarde quedó viviendo en el lugar, resguardando esa arquitectura copiada de Europa. Fueron varios los días que la niña posó con un vestidito blanco, parecida a un ángel, sosteniendo con sus manos un triángulo, con sus rulos bien peinados y cuidados por su mamá que la hacían aún más graciosa.
El pintor dedicó todo el tiempo posible para que esos rasgos que él percibía como perfectos y  lo inspiraban, sean dibujados tal cual. Se desconocen quienes son las otras figuras pintadas que acompañaban a la niña, si fueron imaginación del artista o extraídas de una realidad remota, pero por la tradición familiar sabemos que aquella niña que esta retratada en el techo y que modeló para que la inspiración del pintor fluyera fue la tía abuela de Flavio Verandi, nuestro entrevistado; la tía Luisa Spírito, hermana de su abuelo.
 
Spírito y Blanca Podestá
Esas no son las únicas anécdotas que existen en el Teatro. Otra más, entre tantas existentes,  se dio con la visita de Blanca Podestá, una reconocida actriz de principios del 1900 que involucró al bisabuelo de Flavio Verandi, "Tito". Él era el encargado de realizar varias tareas dentro del Teatro: era utilero, maquinista, albañil y electricista, aparte de conserje. Tanto, que su vocación de servicio fue reconocida en las posteriores décadas y su trabajo ha pasado de generación en generación en la familia De Spírito.
Aquella noche, todos se preparaban para ver la gran obra. Bueno, no todos, ya que solo iba al teatro la aristocracia de la ciudad. Actuaba la reconocida actriz, Blanca Podestá, y todo estaba listo para una función a sala llena. Había butacas para 800 espectadores, pero ese día fueron muchos más. Se agregaron sillas en los costados de la sala  y algunas personas permanecieron paradas, aunque no estaba permitido. No dejaron a nadie afuera, seguramente no habría otra oportunidad de volver a verla.
El telón se abrió y comenzaron los aplausos cuando Blanca Podestá apareció. El teatro se estremeció de emoción: las manos de los espectadores no dejaban de aplaudirla, así que ella esperó la calma de esas personas eufóricas para comenzar la actuación. Protagonizaba un papel de médium. En la escena principal, la médium invocaba a los espíritus diciendo: “Espíritu ven a mí, espíritu ven a mi…”. Al escuchar esta frase, el señor Spírito, "Tito" fue hacia el escenario e interrumpió el espectáculo. Flavio lo definió de una manera graciosa: “mi bisabuelo, que estaba entre bambalinas y medio dormido, creyó que Blanca Podestá lo llamaba e ingreso al escenario, arruinándole la escena. Este acto despertó la ovación de la platea”.
La anécdota siempre fue recordada con agrado y simpatía, pasando de generación en generación. Hoy inmortalizada dentro del Teatro, recordándola cada vez que se hace una especial mención hacia “Tito”.

El robo del siglo

Por Tamara Sánchez
Si te contaran la historia de dos amigas muy unidas y te comentaran que una de ellas entró con una media en la cabeza en la casa de la otra y robó sus cosas de valor, dirías que estás viendo una de esas películas de comedia que pasan en la tele los domingos por la tarde. En este caso, no es así.
Miriam y Graciela son dos mujeres que sostienen una amistad hace varios años. Ambas conocen a la familia de la otra y muchas veces se reunieron para pasar días y tardes juntas o compartir alguna que otra cena. Un fin de semana que el clima se encontraba perfecto para salir a tomar un poco de aire, caminar y despejarse, Graciela le envió a Miriam un mensaje invitándola a tomar mates a la costanera y, de paso, ponerse al corriente con algunas cuestiones ocurridas en esos dos días que no pudieron verse ni hablarse.
"¿Por qué no?", pensó Miriam y enseguida le contestó el mensaje:
-Hola querida Graciela, nos encontramos en la entrada de la costanera nueva a las 16 horas si te parece bien.

- Nos vemos ahí, contestó Graciela. Así fue que ambas amigas se encontraron y disfrutaron de una agradable tarde en el verde césped de la costanera nicoleña.
Una semana después se volvieron a reunir, pero esta vez en la casa de Miriam para festejar su cumpleaños número 50. Graciela acudió al hogar de su amiga y le llevó de regalo un vino. No era cualquier vino, era un Achával Ferrer Malbec Finca Bella Vista del año 2008 valuado en US$ 80 aproximadamente. Feliz por el regalo, abrazó a su amiga y le agradeció su gesto diciéndole que no era necesario ponerse en gastos.
- Todo sea por una amiga, le contestó Graciela con una sonrisa en la boca.
Eran las 10 de la noche y Miriam despidió a su último invitado. Cansada por el festejo, tomó un baño e inmediatamente se fue a la cama. Estaba por acostarse cuando sintió dos golpes en la puerta. Sorprendida por el horario pero convencida de que era algún amigo o familiar que no había podido saludarla en un horario más prudente, abrió la puerta. Se quedó paralizada al ver a un sujeto con una media en la cabeza, en una mano una tijera de podar y en la otra un destornillador. Sin decir una palabra, el ladrón ingresó en la vivienda y la amenazó apuntándola con sus dos instrumentos.
Miriam sabía que era un ladrón un poco improvisado, los robos con destornilladores y tijeras de podar no son muy frecuentes en San Nicolás, pero en ese momento no pudo realizar ningún movimiento por miedo o por sorpresa. Después de tomar todos los elementos de valor que se encontraban en la casa, se dio a la fuga.

La dueña de casa quedó asombrada y pensó por un minuto que el suceso era demasiado insólito. ¿Qué bandido ingresaría en un hogar con ese tipo de armas?, ¿por qué no les hizo nada y no emitió ningún tipo de sonido?, ¿cómo sabía qué cosas de valor  tenía en la casa y los lugares exactos de su ubicación? Todas estas preguntas hicieron ruido en Miriam, que en un instante de locura salió corriendo de la casa para perseguir al hombre que había ingresado en su residencia. Sin darse cuenta transitó cinco cuadras al ritmo de un corredor de velocidad profesional, se arrojó sobre el victimario y comenzó a golpearlo. Cuando ya lo tuvo controlado, tomó la media que tapaba su cara y se la quitó. La sorpresa fue mayor cuando descubrió que quién le había hecho pasar ese mal momento no era nada más y nada menos que su gran amiga Graciela, la que la acompañó en los momentos malos y en los buenos, la que compartió toda una tarde en la costanera con ella, la que llegó con un vino de primer nivel como regalo de cumpleaños horas atrás.

Miriam se enteró por el diario que “su amiga” Graciela declaró a la policía que no sabía lo que estaba haciendo en ese momento. También supo que a partir de ese día fue a una institución de salud médica por sus delicados problemas psiquiátricos. Por un lado sintió un alivio inmenso al saber que la policía realizó su trabajo como correspondía, pero por el otro sintió pena. Después de todo, Graciela, había sido su gran amiga.

domingo, 30 de junio de 2013

La pobreza: marginada


Por Beatriz Alicia Buonocore              

 Juan y sus dichos me demostraron que el locutor de la radio hablaba sin conocimiento de causa. Que las tierras de esa barranca, en la que está asentada Villa Santuario, fueron donaciones de antiguas familias adineradas a familias necesitadas de tierras.            

            Debía investigar, hacer un buen trabajo sobre el tema. Mi interés surgió a raíz de una crítica que escuché por una emisora de radio FM de la ciudad que atacaba duramente a las personas que vivían en Villa Santuario antes llamada Villa Pulmón, desmintiendo que las tierras no eran de los que habitaban el lugar. Fue cuando decidí -con dudas, miedos, desconfianza y todo lo que se imaginen- entrar por esos pasillos a preguntar, a inmiscuirme entre los niños que jugaban con unos palos golpeando unos tachos, cantando a gritos no sé qué canción. Yo debía averiguar cómo era la vida allí dentro, en ese lugar escondido sobre la barranca. Sólo sabía que algunos la llamaban Villa Pulmón que llevaba varios años allí y que antiguamente se extendía hasta donde hoy está ubicada la Basílica de la Virgen de San Nicolás.
Uno de los niños se acercó y me preguntó: “¿A quién busca?” y no sabía que contestarle, no sabía a quién buscaba, así lo mire y rápidamente dije: “A la persona encargada del lugar”. Para mi sorpresa el nene me contestó: “ah, busca a Juan”. Lo miré y volví a decir “Sí, busco a Juan, ¿dónde vive él?”. Con una sonrisa me contestó: “yo la llevo”.
 Lo seguí hasta la casa de Juan. Era una casa de material con partes terminadas y otras a medio hacer. El chiquillo se encargó de golpear la puerta y gritar su nombre. Enseguida, salió un hombre flaco con bigotes mirándome, sin conocerme, pues nunca me había visto y se advertía en él la curiosidad de saber quién era yo. El niño se fue corriendo, dejándome parada frente a ese del que sólo sabía su nombre y ahora su dirección. Me quedé pensando como presentarme.“Hola”, dije finalmente. Me di a conocer y le expliqué el motivo por el cual yo estaba allí. También dejé que sepa lo útil que él sería para mí el informarme y contestarme mis inquietudes. Le comenté además lo que había escuchado por radio, que mi interés era saber la verdad porque yo tenía otro programa en una emisora FM diferente y quería informar otra versión del tema. Me hizo pasar a su patio, me alcanzó una silla plástica y él se sentó en un sillón de hierro forjado con un almohadón bastante gastado. Me ofreció agua, que agradecí, y comenzamos la conversación.
 

                                                      La experiencia.
         No era la primera vez que entraba a una villa. Años atrás había trabajado en un comedor escolar que quedaba justo en el corazón de un barrio bajo, en los suburbios de Lanús, mi ciudad natal. No cualquiera aceptaba el desafío de entrar todos los días por esas calles hasta llegar a la escuela; yo lo acepté y no me fue tan mal, porque aprendí muchos códigos y modos de vida muy diferentes a los que me habían enseñado. Supe reconocer a niños con hambre, que si no fuera por el comedor de la escuela, no tenían qué comer. y también supe que para muchas madres, era más cómodo mandar a sus hijos a un comedor para que sean atendidos y les den de comer, mientras a ellas se las veía con las uñas pintadas y cigarrillos entre sus dedos y supe lo que sufre un padre que, sin comer, debe dejar a sus hijos en el comedor para poder salir a juntar cartones por la calle y poder darles por las noches un plato de comida.                                                                 Por las mañanas, el lugar era transitado por gente de todas las edades: mujeres que hacían sus  mandados, niños que iban al colegio y ancianos que desde las puertas de sus casas saludaban a todos los que pasaban. La mayoría de esos transeúntes iban a trabajar. Llegada la noche la realidad cambiaba: sólo lo hacían aquellas que quedaban fuera de las normas establecidas por autoridades encargadas del ordenamiento urbano. Se dejaban ver grupos de muchachos y señoritas que estaban más allá del bien y del mal, que no les importaba el prójimo sino sólo satisfacer sus vicios personales a través de lo ilícito. Lo importante para mí fue conocer esa forma de vida para poder llevar a cabo mi trabajo posterior, en San Nicolás.
 
                                         Realidades.                                                         
Juan me contó lo importante que era su persona dentro de la villa, conocía todo. Había sido el presidente de la comisión vecinal del lugar durante mucho tiempo, puesto que estaba ocupando su hija. M e contó que la villa no se llamaba más Villa Pulmón, que había cambiado de nombre varias veces. Villa Cabotaje,  Villa Tranquila y Villa Pulmón y hoy Villa Santuario.
La villa se ubica entre las calles Sarmiento, Bustamante, José Ingeniero y Paseo Costanero, en el centro de la ciudad. Juan también me contó todos los trámites y las visitas a políticos de turno que deben hacer periódicamente para lograr obtener los títulos de propiedad de esos terrenos. Están, hasta nuestros días, en una búsqueda constante de una identidad propietaria que todavía nadie supo resolver. En definitiva, los que viven allí son los que saben resistir a gobiernos escrupulosos que los han querido invadir, intentando quitarles lo más valioso que tienen y que ellos llaman “mis tierras”. Tierras que han pasado de generación en generación y que familias antiguas de la ciudad las han donado para los más necesitados y desprotegidos, justamente para protegerlos de tantas miradas ambiciosas y malintencionadas de políticos, capitalistas y religiosos que nunca cumplieron la palabra. La intención de estos fue y es sacarlos del lugar, desgarrarlos, arrancándoles el alma sujetada a esa barranca. Las personas que viven allí la cuidan, la conocen y protegen como los nativos defendiéndose de la conquista española. Es una lucha sin cesar, sin descanso y a diferencia de aquel hecho histórico, solo utilizan como arma la palabra y la eterna espera, sometiéndose a promesas que nunca llegan.
 
                                                  La barranca.
 Juan me invitó a caminar por el barrio después de aquella larga e interesante conversación. Entre las malezas de la barranca y los caminos bien marcados, iban asomándose a nuestro paso los sombríos techos de chapa. Juan no paraba de hablar. Recordaba su niñez en el lugar y sus raíces engendradas en esa barranca. Se le notaba el arraigo inmensurable de ese sentimiento nativo. Mientras caminábamos mis pensamientos volaban preguntándome: ¿de quién sería la barranca? ¿ de esas familias legendarias que sólo les quedaba el apellido? ¿del municipio? ¿del gobierno de la Provincia de Buenos Aires, que ni deben saber que existe ese lugar? Cuántos interrogantes se me presentaban sin respuesta alguna. Como un partido de tenis, el balón iba y venía en mi mente. Pero más allá de tanto cuestionamiento, a medida que íbamos subiendo la barranca se percibía la paz y tranquilidad que emanaba de ella. Al llegar a la cima el paisaje escondido se dejaba admirar. El horizonte del río se perdía en la lejanía, donde islas desiertas lo abrazaban, con barcos que parecían a la deriva sin estarlo. Al admirar tanta belleza entendí por qué tanto arraigo al lugar, imposible desprenderse de tanta naturaleza perfecta, de tanto sol abrazando el paisaje, de tanto cielo y agua juntos. Es por eso que en el lugar siguen sumándose familias a la convivencia y los más experimentados cuidan recelosamente la invasión protegiendo el lugar de los asentamientos que crecen en desconformidad de los antiguos habitantes.
El hábitat supera todas las emociones vividas en el lugar, aunque subsistir allí es cruel: familias sostenidas por mujeres jóvenes con niños muy pequeños, conviviendo en esos ranchos con crudos inviernos e insoportables veranos; ñiños con caras sucias disimuladas por largas sonrisas mostrando como perritos recién nacidos sus trofeos  más valiosos. Sus juguetes ajados, ropa delineada y zapatillas rotas demuestran la pobreza en la que están sumergidos aunque ellos no lo noten porque son felices con poco, acostumbrados a tantas necesidades. Madres con rostros tristes, por tantas penurias acumuladas, por falta de desprotección, o por golpes inevitables producidos por sus parejas o por todo junto. La ilusión de que algún día comenzarán a vivir dignamente se nota en sus miradas, en sus conversaciones. Hablar del futuro, para dejar de ser marginados, es una voz constante de todos los que viven en la miseria.
El sol comenzaba a esconderse entre los altos edificios que circundaban la villa y con Juan decidimos que ya era hora de regresar  hacia su casa. Todo estaba tranquilo, los niños ya no jugaban afuera, nos detuvimos unos metros antes de su morada y nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Sentí que ese hombre confió en mí contándome su verdad y que si alguna vez necesito saber algo más, él estará dispuesto. Me di vuelta y me dirigí cuesta abajo, hacia la calle asfaltada.




 

Las Manos: marquesinas de una vida.

Por Beatriz A. Buonocore.

Sentada sobre un sillón, esperaba que me atendieran  en el banco de la Provincia de Buenos Aires, sucursal San Nicolás,  que está en el centro de la ciudad.  El número que me había tocado era alto. El numerador marcaba el veintidós, pero yo había guardado en mi bolsillo el número que arranqué a la entrada: "setenta y ocho". Supuestamente, había cuarenta y seis personas delante mio. Miré curiosamente para todos lados, conté rápidamente cuántas personas estaban esperando en la sala y,  haciendo cuenta, observé que eran muchas. Respiré; miré mi reloj que marcaba el mediodía. Sabía que debería esperar un largo rato, siempre era así en ese lugar. Los bancos de la ciudad tiene mucha concurrencia, no son demasiados y la población se concentra en pocos. Hay días que para hacer un trámite, las esperas son largas, ese era uno de esos días.  Busqué algo que me llamara la atención para entretenerme, así se me pasaría más rápido el tiempo. A mi lado, había una señora sentada. Miré su rostro y no me pareció una persona mayor, le di unos setenta años. Fui bajando la mirada y me quedé observando sus manos cruzadas entre sí.  Recordé  que una vez me dijeron que a través de las manos podemos saber sobre la personalidad. Disimuladamente, volví a relojear esas manos arrugadas, formando pliegos que se mezclaban entre sus dedos y nudillos. Ellas no estaban en armonía con su semblante; sus manos revelaban unos cuantos años más de los que  yo había calculado. Sin saber su edad, comencé a imaginar. Cuánta vida, cuánto andar, cuántas experiencias, cuántos amores sufridos representaban esas manos.  Pero no importaba, las mostraba con orgullo. Seguí mirándola,  no sé si llamaba la atención mi curiosidad, si fue así no me dí cuenta.  No dejaba de pensar, imaginar,  suponer si esas manos escondían algún secreto. Mi mente no paraba de jugar a las adivinanzas. Seguí conjeturando. ¡Parecían las manos de alguien que vivió intensamente!.  Muchos lunares dejaban verse, detalle que la hacía aún más longeva. Eran rojizas, parecían suaves y de piel sedosa. De repente, me detuve en un anillo, era una alianza de oro. Eso quería decir que tenía esposo o, tal vez, era viuda; era notable que había tenido una relación fuerte con alguien.  Ese dato  del anillo, reveló lo único cierto de todo lo que yo imaginaba.
Miré nuevamente el numerador,  faltaban pocos números para mi turno. “Ella también tendrá un número alto”, pensé, porque seguía allí sentada a mi lado, pensativa. De vez en cuando miraba hacia arriba para ver qué número marcaba el aparato. Una o dos veces nos cruzamos la mirada, sin decirnos nada.
La experiencia del analisis de las manos de esa mujer me resultó divertida. Ejercité mi imaginación recordando lo que lei una vez sobre los estudiosos de las manos que, a través de la quiromancia, descubren que ellas pueden revelar las habilidades, talentos y cualidades con las que nació una persona. Que la textura de su piel nos deja conocer si la persona es refinada y delicada, o vulgar y ordinaria. Se puede detectar su sensualidad, su humor, su decisión, su energía. Otros (como gitanos o adivinos) se atreven a predecir a través de ella los hijos que alguien puede tener, si uno tendrá corta o larga vida, si habrá desgracias o felicidades en el transcurso de ella.
Todavía faltaban algunos números y tenía tiempo de seguir imaginando su vida. "Seguramente tendría hijos y nietos", pensé. "¿Quizás algún bisnieto?".
Repentinamente, la mujer se levantó. Había llegado su turno. Tomó de un costado un bastón que yo no  había visto. Y se fue caminando hacia el escritorio ayudada por él.  La perdí de vista.
A esa mujer no la conocía, nunca la había visto. Sólo unos minutos más  y llegó también mi turno. 
Jamás la volví a ver, sólo me quedó la imagen de esas manos que con su expresión, hicieron levantar vuelo a mis pensamientos.

jueves, 27 de junio de 2013

Eduardo Pedrazzini: el primer campeón nicoleño

Por Tamara Sanchez

El Presidente de la Nación Agustín P. Justo, se encontraba parado en la meta ansioso por agitar la bandera a cuadros y darle inicio a la primera carrera del gran premio de velocidad. Los pilotos sabían que no sería una tarea fácil recorrer más de 6.894 kilómetros por caminos aún sin marcar y señalizar. Sin embargo se prepararon especialmente para la ocasión, adaptaron sus autos de carrera y los convirtieron en vehículos cerrados, llamados de turismo o paseo como las nuevas reglas exigían.
Los 69 pilotos esperaban la señal, parados en la línea de salida para apretar el acelerador y afrontar la carrera más importante de sus vidas. Después de recorrer diferentes provincias a una velocidad máxima de 120 km/h los autos retornaron a la provincia de Buenos Aires. El piloto Ángel Lo Valvo, más conocido como “Hipómenes”, pasó a la historia ganando el premio de velocidad con su auto Ford V8.  El público ferviente también reconoció el espectáculo brindado por el resto de los pilotos participantes. Sabían que aportaban competitividad y emoción a la carrera.
El éxito del gran premio de velocidad hizo que el Avellanada Automóvil Club diera inicio a la competencia denominada “Primeras Mil Millas Argentinas”. En esta ocasión se inscribieron 48 pilotos, entre ellos Eduardo "el colorado” Pedrazzini -como lo llamaban sus amigos- nacido en la ciudad de Rosario y radicado desde hacía años en San Nicolás. Se mudó cuando era muy pequeño y fue en San Nicolás que creció y se desarrolló profesionalmente e instaló una concesionaria Ford, lo que le permitió mantenerse siempre cerca de su pasión: los autos. Todos ellos eran admirados por el público que comenzaba a darle un carácter muy popular a este deporte, cada vez más reconocido entre los ciudadanos argentinos.
La Carrera
Los competidores se reunieron en Av. Mitre para realizar una largada simbólica. Desde allí se dirigieron en caravana hasta Florencio Varela para comenzar las “Primeras Mil Millas Argentinas”. La carrera se desarrollaba normalmente, Pedrazzini no podía sacarle ventaja a Fisman quien la iba encabezando firmemente. 163 km de carrera habían transcurrido. A la altura de Gral. Belgrano, el “Colorado” Pedrazzini ve la posibilidad de sobrepasar a Fisman y lograr la punta. “El que no arriesga no gana”, se dijo, y apretó el acelerador, abriéndose por la izquierda logró su cometido. Desde ese momento, nadie pudo quitarle el primer lugar.
Los kilómetros restantes transcurrieron lentamente para él. No lograba percibir la línea de meta, miraba fijamente, no veía nada. Sabía que debía seguir con su pie en el acelerador. No tenía por qué preocuparse del resto, su ventaja era evidente. Minutos después logró visualizar la bandera, la bandera que marcaba su victoria, que haría su sueño realidad, se agitaba marcando el final de la competencia.
Miró hacía su derecha y recordó que se encontraba junto a él su amigo Liberato Fernández. Estaba perplejo, a pesar de su intento no pudo emitir ningún tipo de sonido. Abrió la puerta del auto y bajó. Miró a su alrededor y observó que la gente se abalanzó hacía él gritando y festejando. Todavía no podía reaccionar.
El regreso a San Nicolás fue muy emocionante luego de la gran victoria conseguida. En la ciudad, lo recibieron como a un héroe. Su familia y amigos sabían que significaba mucho para el “Colorado”, que representaba más que un simple logro deportivo: simbolizaba el triunfo de su pasión por los fierros.

miércoles, 26 de junio de 2013

El "coloncito", cien por cien nicoleño

Por Mariano Mísere

A sala llena, muchos dicen que es el Colón en chiquito, ya que su estructura y estilo son semejantes a los del famoso teatro porteño, que yo solo vi por fotos, así que mucho no puedo opinar. Lo que sí puedo contarte es lo que sentí al estar en un lugar tan lindo y tan nuestro como es el teatro municipal "Rafael de Aguiar", ubicado en la tradicional esquina de Nación y Maipú.
Pasaron tantos artistas, tantas obras de teatro, imaginate que se fundó el 10 de agosto de 1908, tres meses después de haber sido inaugurado el gran “Colón”. Fue ese día, en el  teatro nicoleño, que se representó una obra interpretada por una compañía lírica italiana con una gran concurrencia.
Y quién iba a pensar que 100 años después, yo iba a tener el honor y orgullo de estar en esas tablas. Fue para la conducción de una entrega de premios, los “Plumi”. Comenzaba yo a transitar el camino del periodismo deportivo y fue así que durante tres años estuve de ese lado. Todos me preguntaban luego de la primera vez ¿te dio vergüenza? ¿qué se te pasaba por la cabeza? Teatro lleno ¿cómo hiciste? Y si te digo te miento, pero nunca creí que iba a poder cumplir ese sueño que tenía desde que había ido al teatro por primera vez, de estar “del otro lado”.
Recuerdo que la primera vez que me subí, estábamos a 5 minutos de que se levante el telón y tenía unos nervios que no te das una idea. Yo miraba por un agujero que tiene el telón del teatro para ver el público (sin que ellos te vean) y veía como ingresaba la gente hasta que se llenó. Pensaba por dentro, ¡a dónde me metí, porque no dije que no! Pero cuando llegó la hora, se levantó el telón y vi al público me sentí el mejor conductor: Tinelli, Mateico, Soldán, el que más te guste, pero siempre humilde, aclaro por las dudas.
La sensación de estar frente a tantos nicoleños es algo que con palabras no se puede explicar, es algo tan lindo ese lugar, tan relajante, tan nicoleño que no se si al entrar en otros teatros , así fuese el mismísimo Colón, me sentiría como me sentí ese día, durante los tres años que estuve.

Ahí viene el helado

Por Emilia Barbaro

Las siestas en los veranos nicoleños tenían un sonido especial. La corneta del carro heladero resonaba en toda la cuadra y los niños salían presurosos en busca de su gusto preferido. Una lona algo rota y borlas de lana decoraban el viejo carretón, que trasladaba sentados sobre una húmeda madera a Penzino, el heladero y su ayudante.
Abarrotados de enormes fuentones de zinc, rodeados de payasos de tela que giraban en todas las direcciones, iban ellos, los que a su paso alegraban las tardes de los chicos -y las de los no tan chicos- con un rico helado. Los rayos del sol pegaban fuerte sobre el asfalto y los clientes se convertían en vecinos que les acercaban jarras, vasos y botellas de agua recién salida de las heladeras para que puedan aliviar el calor de las tardes veraniegas. Hasta el caballo que tiraba del carro recibía su balde de agua fría.  
El recorrido solía ser muy corto, de dos o tres manzanas, para luego regresar hacia el  “depósito”, donde debían vaciar los fuentones repletos de agua helada y volverlos a llenar de barras de hielo que humeaban de lo frías que estaban, para mantener la mercadería en el estado apropiado. Y así, otra vez, salían Penzino y su acompañante y volvía a resonar la corneta, para que otro grupo de niños corra tras ellos.
Solo dos eran los gustos que se vendían en esa época: chocolate y vainilla. No había demasiado para elegir pero eso no importaba, con tal de disfrutar de un “invento” que nadie imaginaba. Sentarse en los cordones de las veredas junto a un amigo, con un helado en la mano y a la hora de la siesta, era para los pequeños el momento más esperado del día.
El helado también formaba parte de los domingos en familia. Una mesa llena de grandes y chicos, después de una extensa sobremesa, esperando el sonar de la corneta para salir presurosos en busca del postre. Nadie comía el budín de pan de la abuela o el postre borracho de la tía, todos querían saborear un rico helado de Penzino, el heladero.
Ningún nicoleño de aquella época pudo imaginarse que mucho tiempo después existirían cientos de gustos, incluidos los que varían su nombre según la heladería que los prepare, y, mucho menos, que cambiarían el carro tirado a caballo por una bici en la que ya no resonará la feliz corneta sino que "Para Elisa", de Beethoven, tomaría su lugar.
La del helado fue una época que quedará por siempre en el recuerdo de quienes tuvieron la feliz oportunidad de correr el carro heladero y sentarse al borde de una vereda -o en el umbral de la puerta de casa- para disfrutar de este exquisito postre con amigos o en familia.

Una clase con Javier Tisera

Por Beatriz Alicia Buonocore

Las 18;30 marcan las agujas de mi reloj pulsera. El pizarrón verde llamaba la atención, estaba escrito con letras demasiado grandes que habían quedado impresas desde el turno tarde.
Nosotros conversábamos diferentes temas mientras esperábamos que el profesor entre a la clase. Él estaba hablando fuera del salón con un alumno de otro curso, parecía interesante la conversación, estaban muy concentrados en ella.
Era una tarde muy calurosa y en el patio se veían muy pocos alumnos, creo que muchos habían faltado por el clima.
La primavera comenzaba a asomar. El ventilador no tiraba demasiado aire, hacía poco tiempo que se había encendido. El sol desplegaba por la ventana sus últimos rayos del día.
La mayoría de las veces alguien llegaba tarde, pero ese día estabamos presentes todos. Nadie faltó; la clase era interesante y a la mayoría de nosotros nos gustaba escucharla. Se aprendía mucho por los conocimientos e información que nos daba "el profe" en cada una de ellas.
Mientras esperabamos, cada uno de nosotros estaba en lo suyo, uno mirando un libro, otro leyendo un cuaderno, alguien tratando de subir la velocidad del ventilador y el resto estábamos entusiasmado en un diálogo delirante, como de costumbre, nos divertíamos mucho hablando de "bueyes perdidos". Luego de 4 o 5 minutos, entró Javier, el profesor. Como todas las clases, saludó con un "buenas tarde" que contestamos de igual manera, pero sonó como un cántico de primaria. Se sentó a firmar el libro de asistencia mientras que nosotros callábamos, esperando el comienzo de la clase. Siempre nos urgía la curiosidad de saber de qué tema hablaríamos, ya que empezábamos uno y enseguida nos íbamos por la tangente, pero así eran sus clases.
El profesor Javier Tisera es un hombre a los que llamamos "bohemio", un soñador, un idealista, una persona que vive al margen del común denominador de la sociedad. Alguien a quien no le importa su status social. Es alguien que posee sensibilidad hacia las cosas bellas de la vida, por más sencillas que parezcan. Una persona que gusta de la música, especialmente el tango. También del arte, de la poesía, alguien a quien le agrada filosofar sobre la vida. Es una persona que puede disfrutar de una cena en un lugar lujoso o un humilde hogar. Es aquel que escucha a su semajente y da una opinión.
Tampoco se preocupa por la vestimenta, tanto se lo puede ver con un elegante saco y pantalón, como un informal jean. Su barba es larga, en épocas desprolija porque está más allá de toda norma estética. Esa tarde, estaba de jean y chomba rosada, barba y cabellos crecidos que le tapaban el rostro  y lucía un par de lentes que lo hacían intelectual. Dejó la lapicera sobre el banco y se paró. Comienzó a caminar de un lado a otro, a hablar; había comenzado la clase. Explicaba el tema del día. Se tocaba la barba como acariciándola . De repente, dijó una palabra sobre la cual alguien preguntó : "¿qué quiere decir cohesión?". Nos miró a todos como esperando que alguien respondiera. Nadie dijo nada, es que no lo sabiámos.
Él lo explicaría hasta que todos lo entendiéramos sino, no seguiría su clase. Después de explicarlo 2 o 3 veces, comenzó a enojarse. No lo entendíamos, todos lo mirábamos. En ese momento, tomó a Gaspar de su brazo y lo llevó al frente, luego señaló a Romina y la puso al lado, más tarde a Tamara, que la puso junto a ella. El se ubicó entre Gaspar y Romina y dijo: "esto es cohesión", tomando una posición, en la que simulaba la unión.  De esa manera, explicó que quería decir esa palabra  que nadie supo explicar. Fue muy divertida la expresión física que tomó para que entendierámos, tanto que no lo olvidé y me vino a la memoría para contarlo. Su explicación habrá durado unos pocos minutos, pero alcanzaron como para sacarle una foto que hoy puedo mostrar, corroborando lo contado. La clase fue amena, entretenida, me atrevería a decir una de las mejores.
Cuando terminó la hora, seguíamos todos hablando del tema, opinando, preguntando, quedaba mucho por decir, pero deberíamos esperar a la próxima y hasta la semana venidera, no sería.


lunes, 24 de junio de 2013

El mismo lugar, 15 años después

Por Mariano Misere


Qué difícil es hablar de las casualidades, ¿existen o no?. Les voy a contar una historia y ustedes dirán: allá por el año ’98, vine a vivir a la ciudad de San Nicolás, más bien me vine a la céntrica. Yo vivía en un pueblito ubicado a unos cuarentas minutos del centro, pero ojo, aclaro que soy nicoleño y por situaciones personales me tocó nacer, irme y después volver. En fin, en el centro todo era nuevo para mí. Sí, te aseguro que es muy diferente: los ruidos, la gente, la locura de los conductores de autos andando a toda velocidad, las salidas de los chicos de las escuelas, el amontonamiento y todo lo que te puedas imaginar, pero otra no quedaba porque las vuelta de la vida dijeron que tenía que estar en la ciudad y acá es donde empezo a pensar si fue o no casualidad.
Como te decía, por el año ’98 cuando volví a San Nicolás empecé a cursar 4to grado en la escuela N° 1 "Melchor Echague", un edificio de dos pisos con más de cien años de historia,  con patios grandes, cancha de básquet y un patio en el fondo previo a los salones de la primaria, muy lindo. A uno de esos salones iba yo. Hasta acá podrán preguntarse "¿qué quiere contar?. Está loco, ¿qué tendrá que ver la casualidad y demás?". Esperen, ahí les cuento. Resulta que unos años más adelante, precisamente en el 2010, recién terminado el secundario tenía que pensar qué iba a hacer de mi vida o, mejor dicho, qué iba a estudiar, porque esa era una fija, no por mí pero en casa eso me exigían. Leyendo el diario local “El Norte” veo un aviso que decía así: "Abierta la inscripción para cursar 1er año de la carrera de Comunicación Social en el Instituto Superior de Formación técnica N° 178. De tarde, de 18 a 22 hs.". Lo pensé unos segundos, lo comuniqué a mi familia y me anoté. ¿Dónde era? En el mismo lugar donde había cursado 4to grado, en Francia 82 entre Mitre y Belgrano. Y esperá, que esto no es todo. Me avisan cuando arranco, llega el momento y voy para el salón; y acá me detengo y vuelvo al principio. No sé si fue casualidad, si al diario me lo mando Dios o quien, pero no te puedo explicar la alegría que me dio volver a ese lugar de cuatro paredes con un pizarrón, muchas sillas y mesas, donde cursé 4to grado. Así que ahora, ustedes díganme, si no fue casualidad ¿qué fue?.


martes, 18 de junio de 2013

La bajada de calle Belgrano

Por Emiliano Alegrini

Belgrano es una de las calles principales de San Nicolás, que presenta en su extremo ribereño una bajada formada por una serie de escalinatas decoradas por cuadros ribereños de artistas locales, que culminan en la Av. Costanera Brigadier Gral. Juan Manuel de Rosas. 
Yo no la vi nacer, pero las personas cuentan que hace 265 años atrás eran solo barrancas con caída al Aº  Yaguarón, que impedía a la hacienda de la familia Ugarte saciar su sed. Por eso, y para acceder a una de las principales vía de comercialización en esa época, fue creada la bajada de Belgrano. 
En la actualidad, esta bajada es muy utilizada por ancianos, jóvenes y niños, con sus escalinatas que parecen infinitas, es un camino que las personas no pueden sortear. Creo que todos recordamos las reuniones con amigos o llamadas previas antes de salir a bailar, en esos veranos de mucho calor, al momento que comenzamos a caminar por el centro nicoleño hablando y bromeando sobre cómo va hacer la noche en la costanera de la ciudad; y la mayoría al llegar a la bajada ha dicho “en este momento todos bajamos conforme pero a la vuelta los quiero ver”, con solo pensar que al regreso deberíamos subir las infinitas escaleras (vaya uno a saber en qué estado). Era doloroso con solo pensarlo; pero regresando a la historia ¡quien no ha pasado por ahí!
Hoy, en la rivalidad deportiva, también está involucrada la bajada de Belgrano, ya que en la costanera se encuentra el Club de Regatas de San Nicolás clásico rival histórico del Club Belgrano. El motivo por el cual la bajada quedó expuesta a la polémica es porque los simpatizantes del club de la ribera la hacen llamar bajada del Regatas, por el solo hecho de estar muy cerca de su club. Fueron acostumbrando a niños a creer que ella se llama así, sin saber la verdadera leyenda. Es normal para un hincha de Regatas decir que la bajada es de ellos por el solo hecho de utilizarla diariamente para llegar al club, pero para los hinchas de Belgrano no es algo que les incomode, ya que sólo les interesa estar delante de ellos en los diferentes deportes.
Lamentablemente, la bajada de calle Belgrano no es ajena a la realidad y hoy en día muchos ciudadanos prefieren evitarlas debido a las reiteradas denuncias y quejas sobre la inseguridad que hay las mismas. Es una pena que una bajada tan peculiar deje de transitarse y sería interesante la iluminación y protección de la misma para que pueda seguir siendo protagonista de tantas  moralejas, historias y fábulas para recordar y contar a sus allegados en todo período de sus vidas.

jueves, 13 de junio de 2013

Dos hombres, un mismo camino


Por Beatriz Alicia Buonocore.

Dos hombres parados debajo de un sauce estaban observando el río. Un río caudaloso bajo un cielo celeste, en el cual no se observaban nubes. El resplandor del sol era tan brillante que cegaba la visión. Las canoas a remo iban y venían de una punta a la otra. Había un grupo de personas  descargando carretas, algunas tiradas por varios caballos denotaban que la carga era pesada.
Uno de los dos hombres vestía un traje militar: chaquetón de paño azul haciendo juego con un pantalón del mismo color, un chaleco colorado con cuello alto puntiagudo, con una brillante espada que colgaba de una sablera que rodeaba su cintura. El otro estaba vestido con uniforme de uso diario: chaqueta y pantalón azul, con botas y gorra negra que tapaba su ancha frente, preparado para confundirse en el campo casi selvático  de aquel paisaje.                                                                        El primero era nada menos que el General Juan Manuel de Rosas dirigiéndo sus palabras a su hombre de extrema confianza, Lucio Norberto Mansilla de su misma jerarquía. No sólo los unía su amor por la patria, sino también una relación familiar, eran cuñados. Mansilla, uno de los generales que sirvió fielmente en las filas de J.M.de Rosas y donde organizó todo el despliegue técnico y estratégico, para defender los ríos internos de la Confederación Argentina, en este caso el Paraná.                              
Esa mañana, ambos mantenían una conversación:
 -  General,  me comunicaron que ya salieron del Río de la Plata y están llegando a San  Pedro,  dijo  Mansilla mirando a Rosas.
-  Confío en usted para que lleve a cabo la estrategia que juntos planeamos, para detener a los invasores. La flota anglo-francesa no avanzará. Aquí, en este Paso del Tonelero, los detendremos, afirmó convencido Rosas, mirando como transportaban cañones recién llegados. Siguió diciendo :                                                                                                                                                ¿Falta mucho general, para que esté todo listo?
 -  No, señor, sólo unos pocos alistamientos y las tres cadenas estratégicas estarán listas. ¡Esperamos terminar antes de la tormenta!, aclamó mirando al cielo, en el que comenzaban a verse grandes nubarrones.
Después de la conversación, los hombres se despidieron, dándose las manos y el saludo militar obligatorio.
Al transcurrir las horas, el cielo se cubría cada vez más de nubes oscuras, casi negras que dejaban una fuerte tormenta.
Los soldados, alrededor del fogón, esperaban la llegada del invasor. Estaba todo preparado para hacer una buena y exitosa batalla. La tormenta llegó y volteó todo lo que pudo. El viento soplaba embravecido, los  combatientes trataban de refugiarse del inesperado y nuevo agresor, que llegaba para destruir todo lo que encontraba a su paso.
Llegó la mañana, todo lo que habían logrado el día anterior estaba destruido, Las líneas de combate desbastadas. Los soldados, mojados, se miraban unos con otros, tristes y   apenados. El enemigo se acercaba y el tiempo no alcanzaba para reconstruir todo lo arruinado por la tormenta.
El general Mansilla estaba pensativo, con su mirada perdida en el horizonte. De pronto, reaccionó gritando una orden a su capitán:
-  Un grupo de hombres se quedará a  armar nuevamente las cadenas de combate. Otro grupo me acompañará a reforzar los puestos, en el paraje de  La Vuelta de Obligado. Allí trataremos de retenerlos y darles tiempo a reacomodar todo esto que destruyó el viento.
La Vuelta de Obligado era otro punto estratégico, al igual que El Paso del Tonelero. En esos lugares, el río se hace más angosto. Sólo 700 metros  separaban las costas y se podía atacar sin mayores problemas. La artillería llegaba de una orilla a la otra sin complicaciones.
La batalla se libró. La flota extranjera formada por quince buques ingleses y franceses, escoltaban a un centenar de barcos mercantiles. Según el general Rosas: “La fuerza naval más importante vista hasta entonces en el Río de la Plata,  buscaba pasar forzando el libre comercio con el Litoral y el Paraguay". Rosas había rechazado todas las intimidaciones de las potencias europeas, cuyos intereses, eran lograr transitar libremente los ríos argentinos.  Rosas, decidió resistir semejante atropello.
El saldo de muertos fue mayor para las columnas confederadas. Igualmente, los enemigos sufrieron grandes averías en sus buques,  que los obligó a permanecer casi 40 días en La Vuelta de Obligado. Esto dió lugar a que se reestablecieran las fuerzas del general Mansilla, en el Paso del Tonelero.

Un nuevo encuentro en el Tonelero.
Después de unos días, se encontraron nuevamente Rosas y Mansilla a pocos kilómetros del Tonelero. Como siempre, se saludaron con una cordial fraternidad. Los dos, sentados en un bodegón, tomaban un licor y conversaban sobre el ataque que realizarían en El Paso del Tonelero a la flota anglo-francesa. El Plan era el mismo, pero habían llegado más refuerzos de hombres  y  armamentos. Rosas estaba preocupado por la salud de Mansilla, que había sido herido de un disparo en el abdomen durante la batalla de la Vuelta de Obligado, le preguntó:
-  general Mansilla ¿cómo se siente usted después de tan terrible herida?  
-  Muy bien, señor.  La herida está cerrando.
-  ¡Cuídese!, le recomendó su cuñado.
Rosas era “un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, un cuasi adiposo napoleónico, con mirada fuerte y nariz grande afilada, tirando más al griego que al romano, labios delgados, perfectamente afeitado”, así definió  su primo.
Siguieron conversando un buen rato. Acordaron los  pormenores, hablaron y repasaron los lugares estratégicos, de  las zanjas cavadas para el resguardo de los soldados,  de la ubicación de cada una de las baterías. Era una logística impecable, de precisión,  se notaba el fervor de ambos. El ansia de la victoria estaba latente.
Cuando llegó la tarde, estaba todo listo, cada hombre en su puesto, cada detalle preparado, el convoy se acercaba. El enemigo, también listo.
Los cañonazos comenzaron a hacerse escuchar. Estremecedores estruendos asustaban a los hombres de ambos bandos, durante horas se oyeron los disparos, los gritos, los llantos de los heridos. Cuerpos mutilados, esparcidos por la costa arenosa del Paraná. Barcos con mástiles destruidos, hundiéndose en las profundidades del río.
En lo alto de la barranca, Rosas observaba cada movimiento; su rostro reflejaba la victoria llena de dolor. Muchas bajas nuevamente en las filas del ejército de la Confederación.   El otro hombre se acercaba, caminaba lentamente. Estaba oscureciendo.  El general Lucio Mansilla llegó al lugar.  En el encuentro, se saludaron con un gesto informal. Se les notaba en el rostro  el cansancio, el desbastamiento, el sosiego que le hacía falta después de tanta tensión.
Esforzaron una sonrisa en medio de tanto dolor. Conversando comenzarón a caminar rumbo al campo donde se había librado la batalla. A medida que iban pasando por las filas de los soldados, ambos eran saludados con fervor. Algunos gritaban “Viva la Confederación”, unos sonreían y otros lloraban. Lo más importante era que habían logrado el objetivo de debilitar a la flota extranjera. Aunque haya sido por la fuerza, la convencieron de que los ríos son argentinos.