lunes, 27 de mayo de 2013

Cuando Darwin visitó San Nicolás

Por Emilia Barbaro

El primaveral mes de septiembre estaba dejando su paso en el calendario, y fue en ese momento, en sus últimos días, que trajo a San Nicolás una visita inesperada.
El 29 de septiembre, Charles Darwin continuaba con su recorrido por el país. Ya había pasado por algunas ciudades de la provincia de Buenos Aires cuando, dirigiéndose hacia Santa Fe, hizo un cruce inevitable por la Ciudad del Acuerdo.
Fue en esta localidad que observó el Río Paraná, quedando fascinado por la enorme distancia que recorría este caudal de agua dulce y el inmenso territorio que a su paso regaba.  En su visita, no solo destacó la colosal rivera, sino también la extensa y llana pampa húmeda que se extiende a lo largo de incontables leguas al norte y al sur de San Nicolás.

No sé si algún otro viajero pudo ver así la ciudad, pero el naturalista inglés Charles Darwin, solo tuvo palabras de elogios para describir nuestra geografía. Eso que hoy nosotros sólo vemos como un extendido pastizal y un caudaloso y profundo río.
Nadie lo esperaba, ni él mismo tenía conocimiento de la existencia de este lugar en el mundo. Su visita fue sorpresiva para los pobladores, pero también para Darwin, que no podía explicarse a sí mismo tantos kilómetros de llanura y río.
Muy pocos saben de esta visita ocurrida en 1833, cuando la ciudad recién empezaba a poblarse. Pero es algo que enorgullece y enaltece a San Nicolás. Y que debería, también, poner a la ciudad en un compromiso, porque ese lugar que hoy vemos como cotidiano, como parte de nuestra rutina y que cuidamos tan poco, fue, en un momento de nuestra historia, alabado por Charles Darwin, con todo lo que su nombre conlleva.

Petrona Simonino, una heroína olvidada

Por Emilia Barbaro

Junto a los primeros rayos del sol que se asomaban, abrió sus ojos y se dio cuenta que ya era hora de partir. Con un cálido beso, despertó a su marido Juan de Dios Silva y se dirigió a la cocina donde prepararía un abundante desayuno para los dos.  Solo el Capitán -su marido- debía ir a esa batalla, pero ella decidió marchar junto a él. Alejándose de su hogar y de sus ocho hijos, emprendió un viaje lleno de valentía, amor y patriotismo. Dejó atrás el lujo y la comodidad de su casa y partió al campo de batalla al que quizá podría no haber ido nunca.
Ese 20 de noviembre de 1845, se desató la Batalla de la Vuelta de Obligado. La mujer del Capitán Juan de Dios Silva, asistió a cada uno de los combatientes -artilleros, infantes y milicianos- que con coraje defendían la soberanía Argentina.
Sin saber cómo, había quedado en medio de los inaplazables cañonazos anglo-franceses y las balas de los enemigos, ofreciendo agua fresca, primeros auxilios y vendajes a nuestros combatientes. Sabía muy bien que estando ahí no podía temer que el fuego enemigo pudiera arrancarle la vida en un segundo, ya se encontraba dentro de la contienda y tenía que colaborar.
Encontró su función adoptando el rol de enfermera, trasladando a los heridos, apartándolos de la cruel batalla,mientras los cañones disparaban contra las fuerzas federales, haciendo que el desenlace sea brutal y angustiante. Cuerpos sin vida, combatientes mutilados, centenares de patriotas heridos.
Y en esa escena se encontraba ella, la valiente nicoleña Petrona Simonino, cuidando de cada uno que necesitaba de su cuidado, ayudando a cada uno que necesitaba de su ayuda. Pocos son los que conoce el nombre, la historia y la heroica generosidad de esta ciudadana nicoleña que se inscribió en la historia de la lucha por la soberanía nacional. Una heroína olvidada, un símbolo de la mujer argentina.

Amor, violencia y muerte

Romina Paniagua

Todo sucedió en San Nicolás. El amor, la locura y la muerte se fundieron en una noche tormentosa, donde una acalorada discusión terminó con la vida de dos personas. María, de apenas 25 años, madre de 6 hijos era golpeada por su marido Juan, de 33 años, con la culata de una 9 milímetros cuando ésta se disparó, ocasionando la muerte inmediata de la mujer. Juan al darse cuenta de lo que había sucedido, entró en la habitación continua donde se encontraban sus hijos y su hermana y pidió que cuide bien de sus hijos, sin darle tiempo a que Laura pudiese decir o hacer algo. Salió de la habitación, se arrodilló al lado del cuerpo sin vida de su mujer, le pidió disculpas, le dijo que la amaba y se pegó un tiro en la boca. Fue así como en apenas minutos, 6 pequeños entre 9 y 2 años quedaron huérfanos.
Esta historia es una de muchas que pasan en silencio en esta ciudad, como en tantas otras. Gracias a Dios, no todas terminan en muerte pero sí en mucho dolor y sufrimiento. En nuestra sociedad, la violencia de género es un mal que está de moda y es lamentable que siga siendo así.
Quizás, si María se hubiera animado a pedir ayuda, hoy todo sería diferente. No era la primera vez que era golpeada y, a pesar de los consejos de sus amigas, jamás quizo hacer la denuncia.
Todo comenzó en su primer embarazo, con tan solo 16 años. María empezó a permitir que su marido la insultara y la degradara continuamente. Al principio le molestaba y solía quejarse con sus padres pero con el correr del tiempo se fue acostumbrando, hasta que llegó el primer empujón, tan fuerte que golpeó su espalda contra la pared que estaba a unos metros. Su marido, automáticamente le pidió disculpas jurando que jamás volvería a pasar.
María, enojada, no perdonó ese primer empujón y preparó a sus 2 pequeños, tomó sus bolsos y se fue a lo de sus padres. Pero a los pocos días, Juan fue a buscarla suplicándole que vuelva, porque no podía vivir sin ella. Ella aceptó volver. Los primeros días todo era amor y dulzura, hasta que los padres de María, que eran su refugio y sostén, tuvieron que irse de la ciudad por cuestiones laborales y la dejaron sola.
Cuando Juan se enteró que sus suegros ya no estaban más para ayudar a María, el trato hostil volvió, pero esta vez no eran solo gritos, insultos, empujones, sino también golpes que le dejaban algún ojo negro o el labio partido. Sola y sin saber a quien recurrir, María empieza a aceptar su destino, justificándose a si misma que ella tenía la culpa por no ser una mujer ideal.
Los años fueron pasando y las reiteradas visitas al hospital se hicieron una dolorosa rutina. Alguna costilla fisurada o algún brazo quebrado era cosa normal para ella y para los médicos, que obviamente desconocían la situación y creían que estas lesiones eran ocasionadas por caídas a causa de su torpeza.
Cada vez que su marido llegaba de trabajar, María recurría a Marta para que llevara a sus 6 pequeños a jugar con sus hijos. María sabía que al llegar Juan, los gritos y los golpes empezarían y ella no quería que sus hijos vieran esa realidad, su realidad.
Aquel triste día, una tormenta se avecinaba cuando Laura, a mitad del camino a su casa, decidió desviarse para visitar a su hermano, su cuñada y sus sobrinos, que no veía hacia tiempo. De paso, se refugiaba de la tormenta.
Eran cerca de las doce de la noche cuando ella, acostada en la habitación con los niños, comenzó a escuchar los gritos y los golpes. Luego fue un disparo, su hermano entrando a la habitación para despedirse de los niños, la salida y un nuevo disparo. Después, todo fue silencio.

La historia secreta del Acuerdo de San Nicolás

Por Gaspar Martínez


El Acuerdo de San Nicolás fue un pacto firmado el 31 de Mayo de 1852. Continuando con obviedades, tuvo como consecuencias la sanción de la Constitución de 1853 y la separación de Buenos Aires del resto de la confederación. Hasta aquí, nada que no hayan aprendido de algún manual de historia, de una maestra del secundario o de la calle misma. Pero hay un hecho que pudo haber cambiado la historia, un altercado que pudo evitar la redacción misma de la Constitución Nacional de 1853, el posterior enfrentamiento con Buenos Aires y la participación (genérica) de dicho acuerdo en el preámbulo de la Constitución de la Nación Argentina ("...en cumplimiento de pactos preexistentes...").
No hubo un problema de agenda, tampoco alguien que acuse alguna leve enfermedad que retrase el tedioso viaje hasta San Nicolás. Sólo un imprevisto propio de una película de acción, un intento desleal por hacer de este mundo, un peor lugar.
En los idénticos vapores dispuestos uno a la par del otro, viajaron Justo José de Urquiza, Benjamín Virasoro (representante de Corrientes) y Alejandro Vicente López y Planes (gobernador y representante de Buenos Aires). En este último vale la pena hacer un alto, ya que su presencia en aquella comitiva era mal vista por la legislatura, por lo que viajó sin su consentimiento y en el mayor de los secretos, o al menos eso creían. Porque entre los miembros de la escolta logró colarse un hombre contratado para llevar a cabo una misión: la de evitar que lleguen a destino.
El viaje se presentó apacible y con una creciente niebla que impediría ver más allá de unos cuantos metros, por lo que la velocidad de una de las embarcaciones se redujo notablemente, mientras que la otra obvió las normas de seguridad y continuó a paso firme. La neblina comenzó a filtrarse entre las lujosas pero reducidas habitaciones de la cuidadosa barca y fue ahí cuando empezó la pesadilla. Urquiza y Virasoro degustaban  un whisky añejo cuando un individuo ingresó violentamente agitando un puñal y dispuesto a llevarse la vida de al menos uno de los presentes. El crujido de la puerta rompiéndose y los gritos alarmados de Justo y Benjamín atrajeron la atención de Alejandro, quien en cuestión de segundos se presentó en la habitación.
El atacante quedó en una inferioridad numérica que ya no podía equilibrar con el puñal, por lo que se escabulló entre la bruma lanzándose al agua. La vista de todos los tripulantes se posó sobre babor perdiendo incluso la escasa visión que se tenía de la proa. Fue tal el exabrupto, tan grande la sorpresa y tanta la incertidumbre, que nadie advirtió los bancos de arena y fango que el Paraná les tenía preparado. La embarcación que transportaba a los gobernadores sufrió un notable daño, impidiendo que pudieran continuar y los condenó a la espera de una ayuda que llegaría 16 horas después, cuando la niebla se disipó y los imprudentes navegantes del vapor que se había adelantado, advirtieron que algo andaba mal.
Al final, la comitiva llegó con algunos días de retraso y fue recibida por los gobernadores de Santa Fe, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, Tucumán y Santiago del Estero. Los tres gobernantes impuntuales acordaron ser discretos y no mencionar lo sucedido. Después de todo, lo importante era ese Acuerdo que iba a hacer historia.

Muñecos de nieve en San Nicolás

Por Celia Mesías

Corría el año 1973, era un gélido día de mediados de julio y los niños de nuestra ciudad gozaban del primer receso escolar. En los patios de las casas, a pesar de las bajas temperaturas, podías encontrar mocitos jugando a la pelota con abrigadas camperas y bufandas; en las calles, poco transitadas, podías observar a los pequeños jugando a ser policías motorizados (bicicleta) en persecución de algunos “maleantes”, simulando las sirenas con sus voces. Las niñas, por su parte, con sus pequeños coches, paseaban a sus “bebes” por las imaginarias calles de su pueblo, conversando con sus “vecinas” mientras hacían las compras; otras, en cambio, enseñaban la lección a sus “alumnos" sentadas en sus improvisados escritorios hechos de cajones de manzanas. Muy concentradas, hablaban al alumnado (arboles, plantas o perros echados cerca) y de a ratos se ponían de pie para escribir en el pedazo de madera que hacía de pizarrón, con un pedacito de tiza que habían podido conseguir de la señorita.
Cerca del mediodía, el débil sol de invierno se escondió detrás de algunos grises y amenazantes nubarrones, el cielo en minutos se puso negro y empezó a soplar un álgido viento que abofeteaba los rostros de los que encontraba a su paso. Los pequeños se resistían a abandonar sus aventuras, pese a sus padres insistían para que entraran a sus casas, hasta que finalmente hacían caso.
La lluvia empezó a caer puntual a las 12 p.m., copiosamente. El viento la balanceaba a su ritmo monótono, vertiginoso, hasta que el líquido se convirtió en agua nieve y comenzó a solidificarse, tomando fuerza en medrosos copos al principio, perfectamente claros después. En minutos cubrió todo a su paso, modificando el paisaje rutinario del vecindario por una imagen parecida a la que muestran las postales del sur argentino.
Pequeños y grandes resurgieron eufóricos a las calles a recibir el milagro. Hubieron personas adultas que por primera vez en su vida tocaban la nieve y tomaban los copos entre sus manos fascinados, sonrientes, felices. Los niños, a su vez  saltaban, corrían, con los brazos extendidos. Formaban pelotas para tirarle a sus vecinos y amigos, otros hacían muñecos de nieve, cediéndole sus bufandas o robándole a las distraídas mamás algo de ropa del placard. Todo era una fiesta en aquel momento que no se repetía desde hacía 55 años, ya que la primera vez que nevó en San Nicolás fue el 14 de julio de 1918, aunque no hay registros fotográficos de la época.
Todo era tan inmaculado y tan bello, los techos de las casas y autos, los jardines, hasta los perros transitaban moviendo la cola siguiendo a los chiquillos con su lomo cubierto de nieve. A las 17, el sortilegio llegó a su fin. Nuevamente la tormenta mutó para transformarse en la tradicional lluvia que, en minutos, diluyó el mágico escenario. Los chicos y sus familiares  volvieron al reparo de sus moradas y todo volvió a ser como antes. O tal vez no, porque a cada persona que indague por el fenómeno ocurrido aquel 16 de julio de 1973, se le ilumina la mirada al evocarlo y hasta me animaría a señalar que sienten un poquito de dicha en el corazón al recordar aquella vez que nevó en San Nicolás.

Historias de mis calles

Por Tamara Sánchez

A lo largo de la historia, los nombres de las calles de cada cuidad fueron variando dependiendo el momento histórico, social y político-partidario del momento. Cada representante político, al llegar al poder, quería de alguna forma reivindicar u homenajear a su referente poniéndole su nombre a una calle de la ciudad. San Nicolás no escapa a esta regla.
Si hay que diferenciar a San Nicolás de muchas ciudades, podemos decir que nombró a sus calles teniendo en cuenta, además, a los personajes significativos de la historia del país que pisaron este suelo, ya sea por pasar casualmente, por usarlo estratégicamente o por disponer de los habitantes y los recursos que ofrecía la ciudad para llevar adelante históricos acontecimientos.
Así sucedió con la calle Gral. M Belgrano, por ejemplo, que lleva el nombre del creador de la Bandera Nacional por hacer partícipe de la historia a 357 nicoleños en la Campaña al Paraguay.
San Nicolás posee hoy centenares de calles, sería imposible hablar de cada una de ellas y de la historia que hay detrás, porque cada cual posee una historia que merece ser contada. ¿Cuántos conocen el origen del nombre de la calle que pasa en frente de su casa? Habría que hacer una importante investigación, pero creo que los resultados no serían muy agradables.
Algunos se preguntarán ¿para qué saber la historia que hay detrás del nombre de una calle? La respuesta es muy simple: forma parte de nuestro pasado, de nuestra historia y de nuestra cultura.
Vamos a centrarnos en las dos calles principales de nuestra ciudad. Para eso, tendremos que invocar a uno de los protagonistas más significativo de la historia argentina, que dejó su huella en nuestra ciudad: Bartolomé Mitre, quien le da su nombre a la Plaza principal y a las dos calles céntricas más importantes y más transitadas de la localidad. Una, B. Mitre lleva su nombre en su homenaje; la otra, De La Nación, fue bautizada por él mismo mientras era ministro de Guerra de Buenos Aires.
Cuenta la historia que por aquellos años Bartolomé Mitre instaló en San Nicolás un centro de operaciones para organizar a los más de 9 mil hombres que tenía a su mando y así poder invadir el territorio de la Confederación. El ejército de Urquiza, mejor organizado y con mayor cantidad de soldados y armas de artillería, tenía asegurada la victoria en la batalla. El 17 de noviembre de 1861, se enfrentaron cerca del Arroyo del Medio, en los campos de Pavón, y San Nicolás volvió a ser testigo de las guerras libradas entre Unitarios y Federales.
La batalla comenzó y ambos bandos desplegaron sus mejores tácticas para derrotar a las fuerzas enemigas. Sorpresivamente, Urquiza decidió retirar sus tropas, cruzar el río Paraná y volver a Entre Ríos. Nadie a lo largo de la historia pudo comprender el comportamiento del caudillo federal entrerriano. Todos creían que al igual que en la batalla de Cepeda, librada unos años antes, Urquiza se alzaría fácilmente con una victoria.
Mitre, sin ocultar su sorpresa, retira sus tropas y las moviliza nuevamente a San Nicolás. Al ingresar en la ciudad, excitado por su triunfo, nombra al sendero principal “la calle de la Nación”, convencido de que sus ideales unitarios de conformar una nueva República Argentina estaban a su alcance, ya que después de su victoria se abrirían todos los caminos para poder promover la organización nacional.

Historias de bar

Por Carla Sabbatini

 En la tradicional esquina de Garibaldi y Almafuerte. Su fachada histórica, se remonta a los años 30, esos años dorados de milonga y tango. Sus mesitas de madera, cargan consigo miles de historias. Sus paredes tienen impregnado el olor a cigarrillo, ginebra y café. Cuántas almas desoladas buscaron compañía en tu barra.
Todos los días, desde hace muchos años, aquel hombre está sentado en la mesita del fondo del bar El Pancho, siempre con la mirada gacha y los ojos lagrimosos. En su mano derecha, el infaltable cigarrillo de tabaco negro; sobre la mesa, un vaso de ginebra, que de tanto en tanto le da un sorbo. Siempre taciturno, distante, solo de vez en cuando se lo oye tararear algún que otro tango: "Hoy el tiempo ha pasado y qué solo me ha dejado, amarguras y dolor". Cada vez que canta, las lágrimas mojan sus mejillas.
Termina de un sorbo la ginebra, se levanta y camina lentamente hacia la salida. Saluda al encargado con un ademán y al pasar se le escucha cantar: "Pena de arrastrar esta condena, que me mata y que me quema, este triste corazón". El encargado se sonríe para si mismo, sabe que mañana el viejo solitario va a volver a su mesita de siempre.
Hoy el bar ya no es el mismo de unos años. En su interior, el tango ya no suena. Ahora el rock es lo que predomina, pero aún es muy común ver algún que otro hombre anacrónico que se sienta en sus mesas a tomar ginebra y tararear al zorzal.

Cuando Luis miguel cantó en el club La Emilia

Por Celia Mesías

Todos los veranos, desde que Lupe dejó de llorar cuando no tenía cerca a su mamá, su tía Mabel y su tío Abel la llevaban a su casa ubicada en la Emilia a pasar unos días con ellos. Los amados tíos no tenían hijos, nunca pudieron tenerlos. Por esta razón, mitigaban sus ansias de ser padres con sus sobrinos. Eran fantásticos, en su casa Lupe se sentía genial, única hija; su tía Mabel había guardado en un cofre collares, aros y pulseras que solo ella usaba cuando iba de visita. Inclusive lo escondía en el garaje, en un huequito, para asegurarse de que nadie tocara “sus tesoros” en su ausencia. También, disponía de un bolso lleno de frutas de plástico con los que jugaba al supermercado y una valija llena de vestidos y zapatos taco alto que la tía ya no usaba.
En aquel mundo que armaba en el porche o en el living, no podía ser más que feliz la niña, jugando con sus amigos del barrio o los imaginarios. Ella era la bella princesa de algún cuento de hadas.
A la mañana, iban con la tía a hacer las compras al único mercado que había en el lugar. Le compraba todo lo que le gustaba: postre, galletitas dulces y hasta algunas golosinas, además de todo lo necesario para prepararle las más deliciosas comidas, ya que la pequeña era la que designaba el menú del día. Cuando no dormían la siesta, después de almorzar se dirigían al club, donde además de tener muchos juegos, tenía una pileta enorme donde tío Abel  tiraba a Lupe como una bolsa de papas, cosa que le encantaba. O iban al arroyo, que está al lado del predio del club y jugaba con los otros niños en el gomón que le habían regalado sus tíos.
A la nochecita marchaban los tres, después de cenar, todos los días, a la heladería a comprar el tradicional helado de dulce de leche, frutilla y chocolate. Luego, se dirigían a la plaza principal, enfrente de la iglesia y mientras los tíos conversaban caminando alrededor de la plaza, Lupe andaba en bici.
El día martes, cuando salían del súper con su tía, una vecina se acerca a ellas y les dice:
-¿Mabel, sabías que el sábado viene Luis Miguel al club?
La pequeña niña sintió en ese momento una alegría y emoción tan grande, ya que en aquella época le encantaba Luis Miguel. Tenía sus casetes, cantaba todo el día las canciones, miraba todas sus películas, en fin era su fans.
Tía Mabel miro a Lupita y preguntó:
-¿Querés ir, negrita? Vamos hasta el club y compramos las entradas ahora.
-Sí, tía, porfi, nunca pensé que iba a poder verlo tan cerquita, vive en México, ¿sabías?
-Sí, sabía. Vayamos entonces.
El evento se realizaría el sábado a las 20:30 en el Club La Emilia. A partir de ese momento, Lupe contaba los minutos para que llegara el tan ansiado recital; fantaseaba todo el día con él. Sus tíos pertenecían a la comisión directiva del club, le habían prometido que se ubicarían en un lugar muy cerca del escenario. Ya tenía el atuendo para la ocasión, un conjuntito de casaquita y pollerita blanco con florcitas rosa pálido hermoso que le compró su tía Mabel, con unos zapatos Guillermina rosa a tono con el vestido y perfume Coqueterías.
El sábado amaneció soleado y caluroso, un día espléndido. Lupe durmió la siesta para estar despierta hasta que el recital culminara sin problemas. Pero como a las 18 empezó a desmejorar, un atardecer gris reemplazó el acostumbrado celeste y naranja del cielo, en el horizonte, el cual veía cada tarde, porque la casa de los  tíos de Lupe era amplia y se podía ver la puesta del sol.
 Tía Mabel  llamó a Lupe a la cocina, donde estaba haciendo pizza para la cena y le dijo:
-Negra, si el clima sigue así no te llevo al club, tengo miedo de que te mojes y te enfermes, ¿estamos de acuerdo?.
Cuando tenía 3 meses padeció  de encefalitis que derivó en una meningitis viral al nacer a los ocho meses de gestación y no haberla puesto en incubadora. Casi muere. Fue tan grave, que fue sometida a constantes exámenes hasta los 5 años de edad. Inclusive le vaticinaron a los padres que quedarían secuelas que repercutirían en su desarrollo cognitivo, pero gracias a dios eso no pasó. De todos modos, el temor perduraba en los seres queridos.
-Está bien, tía, dijo mirándola a los ojos y rogando por dentro que el tiempo mejorara. Creo que la tía pudo leer la súplica en los ojos de la niña, porque la abrazo muy fuerte, acariciándole las trenzas como pidiéndole disculpas por sus temores y la inminente desilusión de la pequeña.
El cielo amenazaba con relámpagos y soplaba un viento frío y desesperanzador para la chiquilla, a la hora que debían estar en el club; el show no podía suspenderse porque había mucho dinero invertido en el mismo, así que se tomaron recaudos poniendo un techo de lona en el escenario para que la estrella cantara sin mojarse.
Como a las 21, Luismi subió a escena y comenzó a cantar “Good Morning love”. Previo a esto, había saludado, agradeciendo al público presente su asistencia y manifestando sentirse feliz de estar allí. Luego cantó todas las canciones del primer álbum y algunas del segundo. Al comenzar cada canción, las féminas gritaban efusivamente dando la bienvenida a cada representación que la adolescente estrella exponía, mientras el cielo hacía juego de luces con los relámpagos.
Lupe lo oía todo, ya que se encontraba a unos cuantos metros del show, sentadita en el tapialcito del frente de la casa de sus tíos. Se balanceaba al ritmo de la música, con los ojitos cerrados. Cantó durante la hora y media que duró el espectáculo las letras de su artista favorito como si estuviera frente a él.

Lupe no pudo ir a ese recital, pero igual recuerda con mucha alegría la noche de verano de 1986 cuando Luis miguel cantó en el club La Emilia.

jueves, 23 de mayo de 2013

Mi nombre es Paraná


Por Emiliano Alegrini

En el derrotero de mi existir, poseo una enorme narrativa de hechos y anécdotas. Trataré de mencionar las que, a mi entender, son las más salientes e importantes. Debo ser sincero, esta hermosa tarea se la dedico a ustedes ciudadanos nicoleños, con quienes día a día disfruto compartir nuestra existencia juntos.
Soy un río de América del Sur que nace en el Brasil, con un recorrido de 4.500 kilómetros. Riego al Paraguay y a la Argentina, y en mi desembocadura soy afluente del Río de la Plata formando un delta de 5.250 Km2.
Pero lo más interesante de mi existir, son las grandes historias que pude vivir desde mi lecho. Me llena de emoción recordar aquel 3 de Febrero de 1812, cuando en mis barrancas se llevó a cabo el combate de San Lorenzo. Ver al General San Martín al frente del cuerpo de Granaderos a Caballo, conduciendo el bautismo de fuego de estos bravos criollos, frente a los Realistas que desembarcaban habiendo llegado navegando por mis aguas.
Recuerdo aquel momento como si hubiese sido ayer. San Martín quedando aprisionado debajo de su cabalgadura tras recibir un cañonazo y la abnegación del soldado Baigorria y del Sargento Juan Bautista Cabral, dando sus vidas para salvar al bien llamado “Padre de la Patria”.
También fue muy emotivo vivir y presenciar la jura de la Bandera, nuestra enseña patria. Todavía hoy resuena en mis aguas aquella pronunciación que hizo el General Manuel Belgrano, en la madrugada del 27 de Febrero de 1812, justo antes del momento en que iba a ser izada por primera vez la enseña celeste y blanca, en la batería emplazada en la isla denominada “Independencia”. Belgrano, ante la tropa formada en la ribera, exclamó desenvainando su espada: “Soldados de la Patria: en este punto hemos tenido la gloria de vestir la escarapela nacional. Nuestras armas aumentarán sus glorias. Juremos vencer a nuestros enemigos interiores y exteriores, y la América del Sur será el templo de la Independencia y de la Libertad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo: ¡Viva la Patria!”. Recuerdo que ningún soldado se quedó callado, todos repitieron el grito ardiendo de entusiasmo. Momentos después, la bandera tremolaba al viento, saludada por los vítores de los soldados y una descarga de artillería.
Años después, con gran satisfacción, viví uno de los momentos de mayor orgullo para mí, cuando en las costas de San Nicolás vi nacer el Club de Pescadores, bien llamado “una ventana al Paraná”. Y todavía hoy disfruto de acompañar a esta institución, nacida hace aproximadamente seis décadas, cuando desde su tierra se acercan cientos de nicoleños para practicar todo tipo de actividades relacionadas con el río, tales como la pesca deportiva y la náutica. Y dirán que me pongo en el papel de un dirigente, pero igual deseo expresar mi pensamiento, porque creo que a los clubes hay que cuidarlos, ya no solo porque son necesarios como fuente de esparcimiento y educación, sino porque en su conjunto son una gran fuente de trabajo directa por el personal a su cargo, e indirecta por lo que generan con el movimiento comercial que se crea a su alrededor.
Y me despido con la parte triste, porque así como viví batallas épicas y actos emocionantes, también pude observar hechos que me hicieron sentir muy apenado. En mi extenso recorrido, he visto a innumerables familias de condición humilde que pueden alimentarse gracias al recurso ictícola que transportan mis aguas y la variedad de animales que habitan las islas, por las que corro a diario, como vizcachas, nutrias, cerdos, carpinchos, patos salvajes y tantas otras especies.
Y he visto como el ser humano tiene tendencia depredadora y muchas veces para comercializar ha llegado casi a la extinción de estos animales. Por eso, mi último pedido es para que todos los nicoleños reflexionen: el hombre es agresor de la ecología y el Medio Ambiente en el que se desenvuelve, provocando contaminación y el deterioro del recurso natural. ¡Así no se defiende la salud en el Planeta Tierra! Estoy asombrado por mi función de río, que me ha otorgado la naturaleza. ¡Nada han hecho por mí! Sólo les pido un favor: cuidemos y preservemos lo poco que nos queda en nuestra hermosa ciudad.

“De Chiquín no tenía nada”


Por Mariano Misere

Hablar de él, es sacarse el sombrero. Nicoleño de nacimiento, jugador de fútbol, nacido el 17 de febrero de 1935 a los 69 años,, Enrique Omar Sívori inició su carrera futbolística en el club Cabotaje y luego pasó por el recordado equipo del Teatro Municipal donde jugó hasta emigrar a River Plate. Hasta acá puede parecer que es la historia de un jugador de fútbol que se destacó con un gol que quedó en la historia, o tantas otras cosas. Pero no es por nada de eso que lo destaco, él no es un jugador cualquiera para mí, porque tiene algo que me hace sentir orgulloso, aunque nunca lo conocí y ni siquiera pude verlo jugar personalmente.
Y te vuelvo a repetir, me pone orgulloso cuando siento que nombran a Chiquín, porque compartimos algunas cosas y no todos tienen ese privilegio. Te adelanto una: la pasión por el fútbol, porque si bien nunca jugué al fútbol siempre amé este deporte. Y si te digo de qué club soy,  vas a decir “pero cómo escribe sobre un riverplatense”, me imagino que te darás cuenta que quiero decir.
Pero volvamos  a él. Antes de contarte qué es lo que compartimos, te cuento algo como para que te imagines qué clase de jugador -y de persona- era. Fue unos de los mejores jugadores el mundo, a tal punto le pusieron su nombre a una cortada de su ciudad y a una tribuna del club millonario, que lo vio alcanzar la fama. Llegó a jugar en varios clubes de Europa y fue nombrado unos de los mejores  del siglo XX. Vistió la camiseta celeste y blanca, la nuestra, y también representó a la Selección de Italia, con la que jugó un Mundial. Me hubiera gustado que no “parle” italiano pero bueno, eso es algo personal.
¡Qué historia por dios!, no sabés la alegría que me da cuando leo la biografía futbolística de este muchacho, y solo por la simple razón de que compartimos algo muy importante. Bueno, no se enojen, ahora les cuento de que se trata. Lo que comparto con Chiquín es algo muy particular, algo por lo que creo ser privilegiado, que es ser nicoleño. Ustedes dirán “ah eso es, yo pensé que era algo más importante”, pero para mi sí es muy importante porque es la ciudad que tanto quiero, ciudad que no cambiaría por nada. Así que más allá de no ser hincha del club que vio crecer a este majestuoso jugador, me saco el sombrero por este nicoleño que fue muy importante para que San Nicolás sea conocida y respetada a nivel deportivo en todo el mundo.

jueves, 16 de mayo de 2013

Un sismo en San Nicolás


Por Gaspar Martínez

Para evitar consecuencias, voy a mantenerme en el anonimato. Y aunque parecerá una historia ficticia, un relato de ciencia  ficción o el absurdo parloteo de un hombre alcoholizado, es mi realidad y significó mi reivindicación, la salvación de mi buen nombre y reputación.

Si bien lo sucedido ocurrió el 5 de junio de 1888, la historia comienza tres días antes en la plaza de la ciudad. La mayoría de los habitantes de San Nicolás de los Arroyos estaba allí, en la primera final del 23º torneo de fútbol que sentenciaría al campeón indiscutido de ese año. Los equipos ya nos habíamos enfrentado en el torneo anterior pero en instancias de semifinales y aquella vez quedamos eliminados por un penal que le cometí sobre la hora a “El Gordo”. Nunca supe su nombre, pero a partir de esa simulación (la que les concedió el penal, el gol y el partido) se volvió mi enemigo número uno. “El Gordo”, como lo indica su apodo, tenía un físico pocas veces advertido en otro deportista, no por su buena forma sino por su robustez. Cuántas burlas habrá recibido ese delantero voluminoso que se limitaba a responder con goles, gambetas y asistencias. Era increíble, me cuesta reconocerlo pero lo era. No había quien pudiera marcarlo con efectividad, el tipo tenía el arco entre ceja y ceja (aunque estuviese de espaldas) y no te perdonaba una. Quizás por eso mantuvimos el arco en cero en el primer juego.
Ganamos 1 a 0, mantuvimos la valla invicta y él no la tocó. Está bien no puedo engañarlos, ni siquiera jugó por culpa de una lesión. Ahora que pasó un tiempo largo, me doy cuenta que  esa lesión no fue la única razón para que no ingresara. También tuvo mucho que ver su “viveza”, no se quiso arriesgar y se guardó para la vuelta.

Volviendo al juego,  recuerdo que fue muy trabado en la mitad de cancha y con pocas llegadas, que ambos equipos se repartieron equitativamente. La mínima diferencia fue suficiente para nosotros, pero aburrida para el espectador que se fue con la esperanza de una segunda final con más juego y llegadas.

En cuanto al balance personal, mi participación pasó desapercibida y los simpatizantes que asistieron me lo hicieron sentir. Fueron tantos los comentarios que se propagaron por la ciudad en el lapso de los tres días que separaron una final de la otra, que mi intervención en la revancha estaba en duda hasta para mí. Por suerte, el técnico no entró en ese lleva y trae de  chismes y me ratificó como titular.
Ese día amanecí con un pequeño temblor en mi habitación. La señal de que esa final era mía, que yo iba a ser el protagonista y ¿por qué no?, el del milagro: vencer al rival de toda la vida en el partido más importante del año.
No fue un sacudón de esos que abren las casas a la mitad permitiendo el ingreso de un ente superior que vendría a informarme del milagro; tampoco de esos que resquebrajan la pared y dejan colarse unos rayos de luz que le dan a uno sabiduría o alguna visión de un futuro prometedor. Fue tan sólo una sacudida que vibró unos segundos y se esfumó a la brevedad. Lo cierto es que ni siquiera un terremoto podría suspender ese partido.
A la hora del partido, los alrededores de la improvisada cancha estaban repletos, el griterío era ensordecedor y los equipos ya dispuestos en el campo se preparaban para disputar los segundos 45 minutos. En la primera parte, su obstinado delantero los había puesto en ventaja al minuto de juego y, antes del cierre, ambos nos quedamos con uno menos por una pelea que incluyó empujones, miradas desafiantes y el recuerdo de que nuestro delantero estrella  intimó con la hermana de su tosco lateral.
Estábamos en problemas. Nuestro emblema se había ido expulsado y ellos se nos venían al humo. El complemento fue una carnicería, nos tiraron contra un arco y les anularon 2 goles por empujón y codazo. Milagrosamente llegamos a los últimos 10 minutos sin recibir goles en esa segunda mitad, manteniendo el resultado global 1 a 1. Y aquí empieza mi proeza. Sin haber participado en ataque en lo que iba del encuentro, me queda una pelota boyando en la puerta del área -marcada con arena- y lejos de realizar mi mejor performance como shoteador, me salió un remate al ras del piso y con una velocidad vergonzosa. Lo abucheos comenzaban a tomar color cuando un leve temblor hizo desviar el tímido remate y la bola se coló por entre las piernas del confiado arquero. Nadie notó la vibración excepto quien relata y el pobre guardametas. Estallido de gargantas, zapateo incontenible e ilusión de una victoria consumada. 2 a 1 global, ya finalizaba el poco tiempo que restaba cuando nuestro portero salió deliberadamente y derribó a “El Gordo”, ese enemigo jurado tenía que ser.

Se le vio una sonrisa y muchos dicen que era dedicada a mi, como diciendo “¿en serio creías que me podías ganar?” No había tiempo para más, el dueño del bar devenido en árbitro, indicó que luego de la falta se terminaba todo. Nadie se quería calzar los guantes, nadie quería llevar el peso de otra derrota en sus hombros. Miré a mis compañeros resignados, habían dejado todo para llevarse el título, estaban exhaustos y no sé si fue por valentía o por conocer ese peso que les mencioné, que tomé la posta y me enfrenté a la muerte. 

Enfrente tenía al imbatible, al que jamás falló un penal y menos que menos en una instancia tan decisiva. Pero ahí estábamos: yo, sudando; él sonriendo y con el grito de campeón atorado en la lengua. No podía excusarme con nada, el campo (pese a la precariedad del trazado de las líneas) estaba impecable. Si hasta recuerdo una leve elevación en el césped que acolchonaba la bola y la dejaba desnuda, indefensa ante cualquier golpe e ideal para colarse entre los tres palos.

El pitazo sonó y en el momento exacto en que “El Gordo” pateó, esperando acabar con mis sueños, el temblor volvió y el montículo de césped, que en principio era su ventaja, se convirtió en su sentencia. La pelota se fue por un costado y el encuentro terminó en empate.

Invasión de cancha, alaridos, llantos, risas, licor.  Todo se volvió un caos. Me llevaron en brazos a dar la vuelta olímpica, esa que me devolvió el honor y la buena imagen. Pero cuando los festejos recién comenzaban el sacudón del principio retornó con más furia y causó el pánico. Todo el mundo huyó de la plaza, postergando la premiación, mi reconocimiento y los aplausos, que nunca obtuve. Sé que parece una historia triste pero no teman. Ese día me sentí realizado, me había reivindicado del año anterior.
Alguien me comentó que el poste que impactó en mi cabeza y me quitó la vida fue producto de un cimbronazo iniciado con el famoso terremoto del Río de la Plata, dicen que en San Nicolás tuvo una magnitud de 4,5 en la escala Ritcher. Dicen, dicen, dicen. En lo que a mí respecta, esa tarde de gloria yo fui el del milagro.

Lucha espiritual

Por Emilia Barbaro

San Nicolás de los Arroyos fue el último y definitivo nombre que llevó y llevará esta ciudad, luego de pasar por treinta diferentes nomenclaturas que dieron identidad a nuestro pago entre los años 1608 y 1748. Todas tenían su fundamento:
Los gallegos fueron quienes primero desplegaron sus pertenencias en un extremo del Partido de los Arroyos (nombre que tenía la ciudad por entonces) a orillas del Arroyo Ramallo. Los había mandado a buscar Doña Juana Paulina de Ugarte y su marido, Rafael de Aguiar, para poder trabajar la cosecha del trigo en un suelo intratable de tierra fértil.
Al llegar, trajeron consigo sus historias, costumbres y tradiciones. No tenían por qué desterrarse de ello. Y fue por esto quizás que no tardaron demasiado tiempo en construir, entre sus viviendas, una iglesia, en cuyo altar se veneraba a un santo: San Nicolás de Bari.
En aquel entonces, también, en las barrancas del Arroyo del Medio al otro extremo de la ciudad, estaban instalados los aborígenes provenientes del Chaco, quienes tendrían la misma tarea que los españoles. Ahí construyeron un pueblito al que llamaron San Vicente, en honor a San Vicente Ferrer, santo que al que adoraban y al cual -con barro- le habían levantado un templo.
Las aldeas tenían una relación cordial, hasta el momento en que un diluvio invadió toda la zona y los puso frente a frente, ya que al verse anegados cada uno pedía a su santo que frene el temporal. La sublevación de los aldeanos preocupó a la corona, la confrontación se hacía cada vez más enérgica y la solución fue mandar a destruir ambos poblados, con la intención de que estos logren fusionarse en una única ciudad, en la que habría solo una iglesia y donde convivirían las imágenes de ambos santos.
Por eso, por aquellos años fuimos San Nicolás de Bari, alternando entre otros nombres como Partido de los Arroyos, San Nicolás, Pago de los Arroyos y algunos más. Esta disposición no tuvo buenos frutos, por lo que el rey aconsejó que el pueblo lleve el nombre de San Nicolás como era hasta ese momento, agregándole la denominación “de los Arroyos”, haciendo referencia a los arroyos que rodeaban el pueblo. Esta preferencia molestó mucho a los indios, que no les agrado que su santo quedara a la sombra de San Nicolás de Bari, pero nada pudieron hacer.
San Nicolás de Bari sería desde ese entonces nuestro Santo Patrono y la lucha espiritual instaló un nombre final a la ciudad: San Nicolás de los Arroyos, que sería reafirmado por Rafael de Aguiar en 1748 cuando dio la fundación oficial a nuestro poblado.

Aventura sobre ruedas

Por Emilia Barbaro

Todos recordamos nuestra primera visita a otra ciudad, a un lugar alejado de nuestra casa, de la plaza, del barrio. Y es así como recuerdo mi primera visita a San Nicolás, a la ciudad de los adoquines y los edificios antiguos.
Veníamos en el auto de mi tío, todos apretados (hasta tuve que dejar a Yamila, mi amiga invisible porque no cabía ni un alfiler) porque siempre fuimos una familia que se caracterizó por moverse, como quien dice, en patota. Once personas cabíamos en un Renault 12 verde, que para ese entonces no era algo tan antiguo como ahora. Cada uno tenía su lugar y sabía quién iría a su lado o, en mi caso, quien me llevaría upa, obvio que mi mamá.
No leíste mal, éramos 11 los que bajábamos en el Parque San Martín, cual payasos de circo del autito. Recuerdo que tomada de la mano de mi mamá, porque apenas tenía 4 años, lo primero que divisé fueron unos autos a pedales. Eran simples carros, pero juro que en ese momento para mí fueron verdaderos autos a pedales. Con una incontenible emoción, le dije a mi hermana: “mirá, Vicky, vamos a andar en esos”. Ella solo me sonrió, nunca le gustaron mucho las aventuras y eso parecía serlo.
Mientras los grandes ubicaban los elementos de picnic y los 5 chicos restantes, es decir, mis hermanas y mis primos corrían a los juegos, yo me prendí de la pierna de mi madre rogándole permiso para subirme a esos carritos. No podía dejar pasar esa oportunidad, en mi ciudad no había esas cosas y yo quería ser piloto en esa aventura.
Después de un largo rato de enojo y lágrimas (siempre fue y seguirá siendo mi defecto ser caprichosa) cansé a mis padres y me dejaron ir junto a los demás chicos, no sin antes advertirme que por mi pequeña estatura no llegaría a pedalear. Y así era, los padres siempre pero siempre tienen la razón. Mis cortas piernas no llegaban a los pedales de los autos. Yo quería estar en la conducción del vehículo y no podía, me puse muy triste, pero mi primo se las ingenió para que mi paseo sea una aventura más allá del impedimento que se me había presentado.
En el parque hay un monumento a San Martín enorme, en ese momento las rejas que hoy lo encierran no existían, pero si existía la regla de no subirse con los carros. Mi primo, que siempre fue un desacatado, junto a una de mis hermanas llegaron al lugar y obviamente pedalearon hasta subir. Y yo que venía triste por no pedalear, comencé a sentir nuevamente la emoción de estar en uno de esos autos a pedales. Subimos hasta donde pudimos y empezamos a bajar marcha atrás, a toda velocidad y sin pedalear. Fue un momento inolvidable.
Sin dudas cuando tuvimos que devolverlos carros nos retaron, tanto los dueños de los cochecitos como nuestros padres. Pero a mi nada me importaba, mi aventura casi frustrada se había concretado y estaba feliz.
Esos autos a pedales marcaron muchas de mis excursiones a San Nicolás. Con el tiempo crecí -no creas que mucho- y pude llegar a ser la conductora. Igual creo que era mejor que me lleven, ¡son tan pesados!. Ni te digo si ya estuviste pedaleando 10 minutos de los 15 que dura el paseo, con 22 años y un domingo a la tarde.
Estoy segura que no soy la única que quiso vivir la aventura de conducir por primera vez un auto (aunque no tenga motor y caja de cambio). Y eso en San Nicolás es posible: solo hay que ir al Parque San Martín o a la Plaza 14 de abril, que está frente a cementerio, y disfrutar del paseo.

Niza

Por Tamara Sanchez


Si eras un joven adolescente en los años 60 y 70 y vivías en San Nicolás, seguramente recordarás el “Bar Niza” , ubicado en plena calle Mitre, a pasos de la Plaza.
Se acerca el 25 de mayo y viene a mi mente la celebración del Día de la Patria y la Revolución de Mayo. A pesar de ser un hecho muy importante para nuestro país, les voy a contar sobre otra historia que se desarrolló en nuestra ciudad y que se vincula con esa fecha porque Salvador Lorenzo Cabezas nació, en Chivilcoy, un 25 de mayo de 1924.
Su familia era amante del campo y del trabajo al aire libre, por lo que adquirió varias quintas cerca de esa ciudad para instalarse definitivamente. Pero Salvador, que era un hombre soñador y visionario, decidió abandonar el campo y mudarse a la Ciudad de Buenos Aires.
Comenzó a trabajar en el hotel de un familiar ubicado a metros de la Plaza de Mayo y luego en el Ferrocarril Mitre, siempre en el área de la gastronomía. Gracias a sus trabajos, pudo aprender diferentes secretos para realizar los tragos más distinguidos de la época. Salvador siempre fue un hombre idealista y sus ganas de progresar y de conocer “algo más” lo llevaron a trabajar en Chile y ampliar aún más sus conocimientos gastronómicos.
Luego de algunos años en el país vecino, decidió realizar el viaje de vuelta hacía Argentina. Fue allí cuando se le ocurrió poner su propio negocio. Llamó a un amigo de la capital que se había mudado a San Nicolás y le consultó sobre las posibilidades de instalar un bar. Después de ver todas las opciones que tenía en la ciudad, eligió un local ubicado en la calle principal que se encontraba en Los Altos de la galería San Martín, lugar estratégico y de paso obligado para los jóvenes estudiantes de las escuelas Nacional, Misericordia y, muchas veces, de la Escuela Normal.
Ellos eran asiduos clientes del lugar, se hacían “la rata” para ir al bar y, como me contaba Salvador, “armar certámenes literarios o intercambiar cartas de amor”, siempre y cuando los preceptores de las escuelas no entraran en el Bar y los encontraran sin sus guardapolvos y uniformes bebiendo Naranjin y la Pomona (bebidas de ese tiempo sin alcohol).
También para los adultos fue el lugar de encuentro del momento, donde se bebía wisky de primera, vinos de las más antiguas cosechas, el "séptimo regimiento" y el "destornillador".  Era la época en que los jóvenes se junataban a bailar "Despeinada" del eterno Palito, y otras de Manolo Galván, Donald e Industria Nacional; cantar las canciones de Leo Dan y se cortaban el pelo al estilo “The Beatles”. Una generación que vivió la llegada del hombre a la Luna, la aparición de un mito de la música Rastafari -Bob Marley-, el movimiento hippie y que fue testigo de un cambio rotundo sobre los valores familiares y el rol de jóvenes, hombres y mujeres en el mundo. Para muchos, no hay época culturalmente más rica que la de los años 60`y 70`.
En este contexto nació el Bar Niza, llamado de esta forma en honor al lugar de orgien de la madre del dueño, quién venía de la costa sur de Francia. Con el paso del tiempo, se convirtió en un lugar de encuentro y de previa entre amigos, antes de dirigirse a los boliches.
Es ley que todos los bares tengan historias. Historias graciosas, sorprendentes y muchas veces increíbles. Salvador siempre decía que además de tener relatos típicos del lugar tenía personajes que marcaron y distinguieron el Bar Niza. Uno de ellos era el mozo Bulla. Todos los habitués lo conocían, sabían que si necesitaban ayuda para esconderse de los maestros o para servir de correo y llevar cartas de amor, podían confiar en él. Fue el cupido de Niza.
Un evento recordado por algunos de los concurrentes del lugar fue el de “la pileta del baño de mujeres”. Salvador notó que la pileta del baño cada día se encontraba más floja y supuso que era porque las jóvenes la utilizaban para sentarse. Entonces, para descubrir quién era la muchacha (como le decían en la época) que estaba rompiendo las instalaciones, decidió colocar manteca sobre toda la superficie de la pileta. Un día al salir un grupo de chicas del baño, descubrió que una de ellas tenía todo el guardapolvo manchado. La manteca había “arrojado sus frutos”. Salvador la llamó aparte y le habló sobre lo ocurrido. La joven no podía entender como sabían que era la “culpable”. Esta anécdota es una de las más famosas del lugar, quién concurrió a Niza tiene la obligación de saberla.
Cada vez que Salvador hablaba conmigo y nombraba el Bar Niza lo primero que destacaba era la amistad que forjó con muchos de los antiguos clientes. Armaban partidos de futbol en la quinta de uno y comidas en la casa de otro, siempre con cartas de por medio y vinos de primer nivel. Constantemente hablaba de las comidas que preparaba para sus amigos más íntimos en Niza, una vez que llegaba la hora de cerrar el negocio. Todos los gastos corrían por su cuenta. Él creía que era la forma de agradecerles que eligieran día a día su bar.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Futuro promisorio

Por Celia Mesias

Es miércoles de principios de mayo, alrededor de las 18:30. Decidí llevar a mi hija Micaela a comprarse la camisa de jean que me pidió ya hace unos meses, en recompensa por sus excelentes notas en los últimos exámenes del colegio. Las dos cuadras que faltan para llegar a calle De la Nación, donde se encuentran las tiendas, se hacen eternas, ya que debemos circular despacio. La vereda está atestada de gente que, como nosotras, salió a hacer compras.
Entramos en el primer negocio, donde vimos la prenda que Mica tanto ansiaba. Tuvimos que sacar número, la tienda estaba colmada, y cuando finalmente nos atienden nos dicen que no hay talle para mi hija. Se agotaron. Volvemos a la peregrinación de compradores. En varios negocios esta secuencia se repite. Al pasar por los locales de artículos para el hogar, también vemos que hay muchos consumidores y ni estamos cerca del día del padre ni de Navidad.
Todo esto me hace pensar: ¿dónde están los problemas económicos de los que tanto la gente se queja?. La crisis, ¿en verdad existe o solo es una excusa para hablar mal de un gobierno que, pese a sus fallas, está tratando de mejorar las cosas con buenas intenciones?. Queda mucho camino por recorrer, pero al menos desde hace un tiempo cada familia en su hogar dispone de una cantidad de dinero para la comida de todos los días.
Si repasamos los últimos informes, nos rebelan que mucha gente pudo viajar, tanto al exterior como al resto del país, y tanto en las vacaciones de la época estival como en los fines de semana largos. ¡Bienvenido sea!. Es un índice claro de que no estamos tan mal como los medios nos quieren hacer creer.
Y hay más indicios favorables. Hoy, los chicos de entre 10 y 22 años sueñan con una carrera. Imaginan con ser abogados, diseñadores, cantantes, ingenieros y desean ser “buenos”, aquí en San Nicolás. No quieren terminar trabajando en Siderar o Acindar por contrato, como hacen sus padres. Aspiran a más y es fantástico como hablan de ser importantes. Hasta he podido escuchar fantasear a algunos pequeños con ser presidentes algún día y yo creo que las nuevas políticas económicas implementadas por el gobierno tienen que ver con eso.
Estamos atravesando una época única en la historia, no solo a nivel nacional sino también a nivel mundial. El capitalismo está en crisis. Eso es bueno, muy bueno.
Es hora de empezar a pensar y a trabajar desde nosotros, desde los hogares; a replantear qué posición tomar y qué papel vamos a jugar en este nuevo mundo que está emergiendo. Debemos comprometernos a trabajar en serio en un país para todos, en un mundo para todos, reflexionar cual va a ser nuestro aporte y buscar los recursos para cumplir con nuestras metas, las cuales deben ser pensadas para los nuestros y para los otros, nuestros vecinos, cualquiera sea la distancia que nos separa.

El misterio de los tesoros en nuestras islas.

Por Beatriz A. Buonocore

Nadie puede resistirse a escuchar una historia tan fascinante como la de tesoros perdidos o escondidos y, más aún, si están tan cerca de casa, como en las islas, frente a la ciudad de San Nicolás. Esas islas donde los secretos se esconden en montes de sauces, espinillos o bañados. Esas islas que el Paraná envuelve con sus brazos fraternales. Esas islas que son poseedoras de ésta y muchas más creencias, leyendas, mitos y realidades.
¿A quién no le gustaría encontrar un tesoro? Ése que cuentan las leyendas urbanas, que no están escritas en ningún libro y que que solo se transmiten de generación en generación, de boca en boca, sin dejar saber si es realidad o fantasía.
Atrapa la idea. Para muchos, implica comprar detectores de metales y abocarse a la aventura de buscar; para otros, alcanza con saber más sobre el tema; y, para los más poéticos, significa soñar. Pero, ¿de dónde surge la convocatoria para despertar tanto interés en miles de personas?
No fue difícil encontrar tal respuesta al hablar con un profesor de historia, esos que también están atrapados por mitos y leyendas urbanas. Una amiga me dio su teléfono y lo cité en la costanera, a la que llamamos nueva. Nos presentamos y comenzamos nuestra caminata por el parque. Escuchó atentamente mi inquietud:
- ¿Cuáles son las causas de los misterios de tesoros en las islas? ¿Qué tiene de cierto y de fantasía?
- No se sabe si fue cierto o sólo una fantasía de una o varias personas que con el afán de llamar la atención, hicieron de esto, fábulas increíbles que aún en la actualidad son creíbles, me contestó con una sonrisa.
Las razones no son ilógicas. Siguió hablándome:
- Porque allá por el 1800 y pico, cuando las flotas británicas, francesas, portuguesas y brasileras intentaban penetrar en nuestros ríos para apoderarse de todas nuestras riquezas, con el fin de comerciar libremente, eran reprimidos fuertemente por hombres fieles a nuestras convicciones patrióticas y defensores de nuestra ciudadanía y patrimonio, agregó.
Lo miré, deseosa de que siga con su relato. Me gustaba y esperaba el momento de descifrar el porqué de los misteriosos tesoros escondidos en las islas. Seguíamos caminando por el parque que rodea al arroyo Yaguarón. Cada momento que pasaba, ese hombre me inquietaba más. Su tranquilidad me perturbaba, iba registrando en mi memoria cada palabra que salía de su boca, disfrutaba la tarde, el río y la historia.
Él, también entusiasmado, como si viviera esos momentos, como si se trasladará dos siglos atrás para descubrir esas joyas, esas monedas, esos utensilios de oro o quizás de plata, extraídos del interior de nuestra tierra madre, continuó: 
- A esos invasores que entraban fácilmente al territorio, les era difícil retirarse del mismo sin pagar altos precios en bajas. Eran atacados desde la costa por artillerías y cañones que les provocaban grandes pérdidas humanas y materiales, y es allí donde surge la versión de los tesoros misteriosos. Porque antes de ser atacados, anclaban en islas del Paraná y escondían sus tesoros para no perderlos. En muchos casos volvían por ellos pero en otros nunca podían hacerlo, al ser hundidos sus barcos.
Hice un suspiro, seguido de una sonrisa y él también sonrió. Sonreí con una de esas sonrisas de complicidad, de haber encontrado uno de esos famosos tesoros, que para mí lo era, porque el saber, el conocer, es un gran tesoro, intransferible, que nadie nos puede extraer.

Jefe, ¿se lo cuido?

Por Sergio Romero

Cada mañana, por calle Sarmiento, a metros de la iglesia más concurrida de nuestra ciudad, empleados de la vida se enrolan cada mañana en la tarea de acomodamiento de autos. Muchos le dicen trapitos, otros cuida-coches y, otros tantos, apodos menos agradables, que solo conjeturan a hombres que por alguna circunstancia de la vida dedican su tiempo a este trabajo, para el sustento de sus familias.
Entre estructuras azules que intentan negociar y motivar nuestra fe, entre comercios lucrativos que seducen nuestras necesidades, entre personas indiferentes que transitan todos los días con sus coches, se encuentras ellos. Con una gamuza en la mano, haciendo movimientos como bailando folcklore.
Los señores encargados del estacionamiento, juntos con los demás protagonistas, decoran calle Sarmiento entre Viale y Alberdi. Calle que no solo conecta zona norte con el centro de la ciudad, si no que también transporta miles de fieles todos los años en sus espaldas, en cada fecha festiva.
Si llegás a andar por esa calle tan especial, te encontrarás -quieras o no- con una frase tan particular como familiar: Jefe, ¿se lo cuido?.

martes, 14 de mayo de 2013

Calle de represión (Ramón Falcón)

Por Emilia Barbaro

Toda una carrera de represión desmedida iba a volverse en contra en la mañana del 14 de Noviembre de 1909, cuando el coronel, junto a su secretario, viajaba en su auto camino a casa, luego del entierro de un compañero de la Policía de Capital Federal. En la salida del cementerio de la Recoleta, no percibió la cercanía de un joven de origen ruso, vestido de negro, que lo esperaba desde hacia varios minutos.
Un ensordecedor estruendo se escuchó en la calle Quintana. El muchacho ruso había arrojado una bomba casera, preparada con sus propias manos meses antes, que impactó en el piso del Milord que trasladaba al jefe de la policía. El vehículo quedó destrozado, al igual que las piernas de los ocupantes del mismo.
El oficial ya no sentía nada. Solo un escalofrío le recorría el cuerpo, recordándole todos sus años de violencia, de castigo y de rechazo a las manifestaciones de quienes consideró anarquistas, por defender sus derechos y necesidades.
Eran muchos los que de una manera u otra, por su culpa, habían pasado por la misma situación que él estaba viviendo. Los miles de reprimidos que se cobró en su paso por la jefatura. Creía que nada podía detenerlo, era supremo y todos debían obedecerlo, pero ese día su omnipotencia terminó al verse tirado, agonizando lentamente sobre el empedadrado, esperando que alguien pueda ayudarlo, que alguien pueda salvarle la vida.
En tanto, Simón Radowitzky, el joven ruso de 18 años, luego de lanzar el explosivo corrió hacia el Bajo por Callao y al no poder escapar de las fuerzas, tras un grito de “viva la anarquía” sacó un arma y se disparó directo al corazón. Pero el destino hizo que esa bala no le provocara la muerte, sino solo heridas sin ningún tipo de gravedad.
Mientras tanto, el coronel Ramón Falcón, fue llevado casi desangrado al Hospital Fernández, donde murió horas más tarde y sin nada más que hacer. Fue su carrera manchada de terror la que terminó con su propia vida. Y así Radowitzky, que había jurado vengar a todos los reprimidos, esa mañana del 14 de Noviembre, lo consiguió.

Un nombre en el olvido

Por Beatriz A. Buonocore


Una historia más de tantas que no se tienen en cuenta en las ciudades. Su nieto la recuerda con emoción, admiración y tristeza. Recuerda lo que su padre y tíos contaban;  y él de chico escuchaba con mucha atención, porque esas historias lo atrapaban. Se imaginaba las escenas  sin haberlos conocido, era como si toda su niñez hubiese transcurrido de la mano de ellos.
Hace esfuerzo para recordar datos, frunce su rostro, se queda pensativo en cada frase como buscando las palabras que va a expresar. Con un movimiento de manos, cerrando y abriendo sus dedos, comienza a rememorar parte de los hechos que él no vivió, pero si sus antepasados, y los tomó como propios, como si él hubiese bajado del barco junto a ellos.
"Allá por mediados del siglo XIX - comienza su relato - llegaban al puerto de Buenos Aires, barcos de casi todas partes del mundo, de uno de estos desembarcaron ellos, mis bisabuelos, hacía poco que habían contraído nupcias. Venían a construir su futuro, en este país. Ella, temerosa lo tomó del brazo y juntos se dirigieron hacia una carreta, que los trasladó a su destino. El carruaje comenzó a moverse y los caballos que tiraban de él empezaron su largo recorrido".
Como si se hubiese quedado sin palabras comenzó a hablar más tranquilo, moderando su voz. Agregó que escuchó que fueron muchos días de viaje. En ese momento, me imaginé a esos matungos dibujar sus propias  pisadas en la tierra y su transpiración regando el camino, donde cada gota se transformaban en cristales que al caer estallaban sobre el pasaje polvoriento. No supo exactamente cuántos días viajaron sus bisabuelos hasta llegar a la ciudad de San Nicolás de los Arroyos, al norte de la provincia de Buenos Aires.
"No eran muchas las casas que se veían, estaban alejadas unas de otras, pero sus calles comenzaban a pavimentarse con grandes adoquines, cuyas piedras se extraían del penal de Sierra Chica. Estos permitían la circulación de carros, carrozas, caballos y hasta algún arriero que prefería cortar camino por el centro de la ciudad llevando su ganado", me cuenta, y con una sonrisa, sigue: "Y así, ya instalados y con trabajo, nace su primer hijo, mi abuelo. Luis Eduardo Ferrari, recuerdo el año de su nacimiento porque mi padre siempre lo asociaba con el año de la muerte de Sarmiento, en 1888, como para no olvidarlo, hecho que me sirvió en el futuro para aquellas preguntas que hacían las maestras cuando hablábamos en clases del padre de los maestros", acotó, para luego concluir: "Más adulto y leyendo algo de geografía me entero que en ese mismo año se inauguró como lugar turístico, la ciudad de piedra, Mar del Plata. Otro acontecimiento que no olvidé, por asociación", vuelve a reír con más ganas.

Sigue contando sobre su abuelo, recordando que desde muy joven comienza a trabajar. Solo tenía doce años cuando su madre le pidió salir a trabajar para ayudar con los gastos de la casa. Luís - así lo llamaban -  no dudó ni un instante el pedido de su madre, la respetaba y la amaba más que a nadie en el mundo. Estas últimas palabras lo emocionan, se levanta, abre un mueble, saca un vaso, lo llena de agua y se lo toma rápidamente. Da la sensación de que estaba apurado para seguir contando su historia antes de olvidarse. Se sentó nuevamente en la silla de algarrobo y, mirándome, comenzó nuevamente a hablar de su abuelo.
"A los diecisiete - sigue contando - comenzó a ocuparse del ganado en una estancia vecina, donde lo respetaban y ayudaban pagándole buena remuneración. Arriaba por los, entonces, caminos de piedras y tierra, ayudado por caballos, trayendo buenas cantidades de ganado desde Rosario a San Nicolás. A esa edad, sabía que comprando las cabezas en otra ciudad los costos eran más bajos y podía hacer una diferencia de dinero vendiéndoselas a los diferentes carniceros, que compraban y carneaban sus futuras ventas a una sociedad de consumo masiva. No paso mucho tiempo hasta que creó su propio grupo de arrieros. Muchos de ellos eran sus amigos incondicionales y se encargaban de las compras y ventas de reses en la región". Nuevamente quedó pensativo unos segundos, no se si llegó al minuto, pero valía la pena dejarlo pensar. Luego, continuó:
"Más tarde, se casó con Amanda Salinas, mi abuela - se iluminaron sus ojos -  una joven con bastantes años menos que él. Instalaron su casa en Avda. Alberdi y Moreno, donde también construyeron dos locales: en uno pusieron un Almacén de Ramos Generales, sobre la ochava, atendido por ella y en el otro, sobre Alberdi, colocó su primera carnicería atendida por los peones, que eran  gente de su confianza. Trabajó unos años vendiendo las mejores carnes del lugar, sus divisas acrecentaron cientos de porcentajes, su vivir era de un muy buen nivel", aclara. "A pesar de su autoritarismo como padre, según me contó mi padre, a sus hijos no les faltaba nada, desde las más deseadas modas para sus tres hijos varones, hasta los rebeldes gustos de sus dos hijas mujeres. Otro de sus grandes negocios fue la compra de campos para posteriormente instalar el primer y único, hasta el momento, matadero de la región".

Comienzo de inversiones.
Nuevamente se produce un silencio. Toma aire, deja gemir un suspiro y sigue contando. "Por el 1915 compra su primera flotilla compuesta por tres camiones Ford 1914, para el traslado de haciendas desde Rosario a San Nicolás. Instaló tres carnicerías más para cada uno de sus hijos varones y fundó el matadero, en los terrenos que años atrás había adquirido". Lo interrumpí preguntándole donde se encontraban esos terrenos y me responde: "donde era la empresa CARCIGOM, en el norte de la ciudad", y volvió nuevamente a concentrarse para seguir: "sus ganas de progresar eran tan desenfrenadas que compró los terrenos que abarcan la manzana entre Moreno, Alberdi, Olleros y José Ingenieros. Realmente quiso hacer un imperio de su trabajo", acotó.
Después de estar largo rato hablando, me preguntó si quería tomar algo, pero yo estaba tan entusiasmada escuchándolo que negué con la cabeza su invitación para seguir oyendo la historia. Quería saber cómo terminaba y cómo era aquel hombre que atrapó los pensamientos de ese otro que estaba frente a mi. Él siguió contando: "Luís era un hombre corpulento", dice como si me hubiese leído el pensamiento. "¿Querés ver una foto?", me pregunta, y vuelvo a mover mi cabeza pero esta vez asintiendo. Se dirige hacia un cajón de un aparador de estilo inglés y saca una foto, de esas fotos pegadas en cartón, y me llamó la atención que  sobre éste estaba estampada la firma de la casa de fotografía. La foto en blanco y negro, bastante borroneada, mostraba a un hombre corpulento de gran contextura, parado cerca de un caballo, con su rostro sonriente. "Ciento cuarenta kilos pesaba mi abuelo, con una altura de un metro ochenta y cinco; grandes ojos que se confundían con el cielo, una piel blancuzca invernal y una tez rojiza como un tomate", se entusiasma describiéndome a su abuelo. Continúa su detalle: "Su cabello era ceniza, así como el carbón cuando es quemado por el fuego, y su carácter dominante, comparable al rey de ajedrez". Termina la frase y calla, buscando en mi mirada complicidad de aquellas palabras comparativas, pero que definen la personalidad de su antepasado. Noté que esperaba un signo de aprobación, fue una sonrisa que lo motivo a seguir hablando. Con orgullo siguió diciendo: "Un hombre que luchó hasta lograr sus objetivos, un hombre que hizo fortuna a través de su sabiduría, de su mirada futurista, de sus ganas de hacer raíces en el lugar que sus padres habían elegido para que él y sus hermanos, nacieran". Otra vez se quedó callado. Vi cómo su rostro se transformó dejando asomar nuevamente la tristeza en su expresión, su mirada de nuevo perdida. Lo observé, me quedé callada, mirándolo fijamente, esperando el cierre de la historia que me supo atrapar. Ese silencio intenso, sin ningún ruido que se infiltrara, con todo un clima de éxtasis que él, ese nieto que tanto admiración siente por su abuelo y al cual lo transformó en su referente, se volvió a romper cuando dijo con voz ahogada: "No alcanzó para que sus tres hijos varones, a su muerte, dilapidaran todos sus logros, despilfarrando dinero en el juego, carreras y vicios que encontraban a su paso". Su propia reflexión lo angustió, volvió a tomar el vaso entre sus manos, se dirigió hacia la canilla llenando el recipiente de agua y se la tomó sin respirar. Dándose vuelta hacia mí, me comentó, "nosotros los nietos, lo lamentamos", haciéndose eco de los no presentes.