domingo, 30 de junio de 2013

La pobreza: marginada


Por Beatriz Alicia Buonocore              

 Juan y sus dichos me demostraron que el locutor de la radio hablaba sin conocimiento de causa. Que las tierras de esa barranca, en la que está asentada Villa Santuario, fueron donaciones de antiguas familias adineradas a familias necesitadas de tierras.            

            Debía investigar, hacer un buen trabajo sobre el tema. Mi interés surgió a raíz de una crítica que escuché por una emisora de radio FM de la ciudad que atacaba duramente a las personas que vivían en Villa Santuario antes llamada Villa Pulmón, desmintiendo que las tierras no eran de los que habitaban el lugar. Fue cuando decidí -con dudas, miedos, desconfianza y todo lo que se imaginen- entrar por esos pasillos a preguntar, a inmiscuirme entre los niños que jugaban con unos palos golpeando unos tachos, cantando a gritos no sé qué canción. Yo debía averiguar cómo era la vida allí dentro, en ese lugar escondido sobre la barranca. Sólo sabía que algunos la llamaban Villa Pulmón que llevaba varios años allí y que antiguamente se extendía hasta donde hoy está ubicada la Basílica de la Virgen de San Nicolás.
Uno de los niños se acercó y me preguntó: “¿A quién busca?” y no sabía que contestarle, no sabía a quién buscaba, así lo mire y rápidamente dije: “A la persona encargada del lugar”. Para mi sorpresa el nene me contestó: “ah, busca a Juan”. Lo miré y volví a decir “Sí, busco a Juan, ¿dónde vive él?”. Con una sonrisa me contestó: “yo la llevo”.
 Lo seguí hasta la casa de Juan. Era una casa de material con partes terminadas y otras a medio hacer. El chiquillo se encargó de golpear la puerta y gritar su nombre. Enseguida, salió un hombre flaco con bigotes mirándome, sin conocerme, pues nunca me había visto y se advertía en él la curiosidad de saber quién era yo. El niño se fue corriendo, dejándome parada frente a ese del que sólo sabía su nombre y ahora su dirección. Me quedé pensando como presentarme.“Hola”, dije finalmente. Me di a conocer y le expliqué el motivo por el cual yo estaba allí. También dejé que sepa lo útil que él sería para mí el informarme y contestarme mis inquietudes. Le comenté además lo que había escuchado por radio, que mi interés era saber la verdad porque yo tenía otro programa en una emisora FM diferente y quería informar otra versión del tema. Me hizo pasar a su patio, me alcanzó una silla plástica y él se sentó en un sillón de hierro forjado con un almohadón bastante gastado. Me ofreció agua, que agradecí, y comenzamos la conversación.
 

                                                      La experiencia.
         No era la primera vez que entraba a una villa. Años atrás había trabajado en un comedor escolar que quedaba justo en el corazón de un barrio bajo, en los suburbios de Lanús, mi ciudad natal. No cualquiera aceptaba el desafío de entrar todos los días por esas calles hasta llegar a la escuela; yo lo acepté y no me fue tan mal, porque aprendí muchos códigos y modos de vida muy diferentes a los que me habían enseñado. Supe reconocer a niños con hambre, que si no fuera por el comedor de la escuela, no tenían qué comer. y también supe que para muchas madres, era más cómodo mandar a sus hijos a un comedor para que sean atendidos y les den de comer, mientras a ellas se las veía con las uñas pintadas y cigarrillos entre sus dedos y supe lo que sufre un padre que, sin comer, debe dejar a sus hijos en el comedor para poder salir a juntar cartones por la calle y poder darles por las noches un plato de comida.                                                                 Por las mañanas, el lugar era transitado por gente de todas las edades: mujeres que hacían sus  mandados, niños que iban al colegio y ancianos que desde las puertas de sus casas saludaban a todos los que pasaban. La mayoría de esos transeúntes iban a trabajar. Llegada la noche la realidad cambiaba: sólo lo hacían aquellas que quedaban fuera de las normas establecidas por autoridades encargadas del ordenamiento urbano. Se dejaban ver grupos de muchachos y señoritas que estaban más allá del bien y del mal, que no les importaba el prójimo sino sólo satisfacer sus vicios personales a través de lo ilícito. Lo importante para mí fue conocer esa forma de vida para poder llevar a cabo mi trabajo posterior, en San Nicolás.
 
                                         Realidades.                                                         
Juan me contó lo importante que era su persona dentro de la villa, conocía todo. Había sido el presidente de la comisión vecinal del lugar durante mucho tiempo, puesto que estaba ocupando su hija. M e contó que la villa no se llamaba más Villa Pulmón, que había cambiado de nombre varias veces. Villa Cabotaje,  Villa Tranquila y Villa Pulmón y hoy Villa Santuario.
La villa se ubica entre las calles Sarmiento, Bustamante, José Ingeniero y Paseo Costanero, en el centro de la ciudad. Juan también me contó todos los trámites y las visitas a políticos de turno que deben hacer periódicamente para lograr obtener los títulos de propiedad de esos terrenos. Están, hasta nuestros días, en una búsqueda constante de una identidad propietaria que todavía nadie supo resolver. En definitiva, los que viven allí son los que saben resistir a gobiernos escrupulosos que los han querido invadir, intentando quitarles lo más valioso que tienen y que ellos llaman “mis tierras”. Tierras que han pasado de generación en generación y que familias antiguas de la ciudad las han donado para los más necesitados y desprotegidos, justamente para protegerlos de tantas miradas ambiciosas y malintencionadas de políticos, capitalistas y religiosos que nunca cumplieron la palabra. La intención de estos fue y es sacarlos del lugar, desgarrarlos, arrancándoles el alma sujetada a esa barranca. Las personas que viven allí la cuidan, la conocen y protegen como los nativos defendiéndose de la conquista española. Es una lucha sin cesar, sin descanso y a diferencia de aquel hecho histórico, solo utilizan como arma la palabra y la eterna espera, sometiéndose a promesas que nunca llegan.
 
                                                  La barranca.
 Juan me invitó a caminar por el barrio después de aquella larga e interesante conversación. Entre las malezas de la barranca y los caminos bien marcados, iban asomándose a nuestro paso los sombríos techos de chapa. Juan no paraba de hablar. Recordaba su niñez en el lugar y sus raíces engendradas en esa barranca. Se le notaba el arraigo inmensurable de ese sentimiento nativo. Mientras caminábamos mis pensamientos volaban preguntándome: ¿de quién sería la barranca? ¿ de esas familias legendarias que sólo les quedaba el apellido? ¿del municipio? ¿del gobierno de la Provincia de Buenos Aires, que ni deben saber que existe ese lugar? Cuántos interrogantes se me presentaban sin respuesta alguna. Como un partido de tenis, el balón iba y venía en mi mente. Pero más allá de tanto cuestionamiento, a medida que íbamos subiendo la barranca se percibía la paz y tranquilidad que emanaba de ella. Al llegar a la cima el paisaje escondido se dejaba admirar. El horizonte del río se perdía en la lejanía, donde islas desiertas lo abrazaban, con barcos que parecían a la deriva sin estarlo. Al admirar tanta belleza entendí por qué tanto arraigo al lugar, imposible desprenderse de tanta naturaleza perfecta, de tanto sol abrazando el paisaje, de tanto cielo y agua juntos. Es por eso que en el lugar siguen sumándose familias a la convivencia y los más experimentados cuidan recelosamente la invasión protegiendo el lugar de los asentamientos que crecen en desconformidad de los antiguos habitantes.
El hábitat supera todas las emociones vividas en el lugar, aunque subsistir allí es cruel: familias sostenidas por mujeres jóvenes con niños muy pequeños, conviviendo en esos ranchos con crudos inviernos e insoportables veranos; ñiños con caras sucias disimuladas por largas sonrisas mostrando como perritos recién nacidos sus trofeos  más valiosos. Sus juguetes ajados, ropa delineada y zapatillas rotas demuestran la pobreza en la que están sumergidos aunque ellos no lo noten porque son felices con poco, acostumbrados a tantas necesidades. Madres con rostros tristes, por tantas penurias acumuladas, por falta de desprotección, o por golpes inevitables producidos por sus parejas o por todo junto. La ilusión de que algún día comenzarán a vivir dignamente se nota en sus miradas, en sus conversaciones. Hablar del futuro, para dejar de ser marginados, es una voz constante de todos los que viven en la miseria.
El sol comenzaba a esconderse entre los altos edificios que circundaban la villa y con Juan decidimos que ya era hora de regresar  hacia su casa. Todo estaba tranquilo, los niños ya no jugaban afuera, nos detuvimos unos metros antes de su morada y nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Sentí que ese hombre confió en mí contándome su verdad y que si alguna vez necesito saber algo más, él estará dispuesto. Me di vuelta y me dirigí cuesta abajo, hacia la calle asfaltada.




 

Las Manos: marquesinas de una vida.

Por Beatriz A. Buonocore.

Sentada sobre un sillón, esperaba que me atendieran  en el banco de la Provincia de Buenos Aires, sucursal San Nicolás,  que está en el centro de la ciudad.  El número que me había tocado era alto. El numerador marcaba el veintidós, pero yo había guardado en mi bolsillo el número que arranqué a la entrada: "setenta y ocho". Supuestamente, había cuarenta y seis personas delante mio. Miré curiosamente para todos lados, conté rápidamente cuántas personas estaban esperando en la sala y,  haciendo cuenta, observé que eran muchas. Respiré; miré mi reloj que marcaba el mediodía. Sabía que debería esperar un largo rato, siempre era así en ese lugar. Los bancos de la ciudad tiene mucha concurrencia, no son demasiados y la población se concentra en pocos. Hay días que para hacer un trámite, las esperas son largas, ese era uno de esos días.  Busqué algo que me llamara la atención para entretenerme, así se me pasaría más rápido el tiempo. A mi lado, había una señora sentada. Miré su rostro y no me pareció una persona mayor, le di unos setenta años. Fui bajando la mirada y me quedé observando sus manos cruzadas entre sí.  Recordé  que una vez me dijeron que a través de las manos podemos saber sobre la personalidad. Disimuladamente, volví a relojear esas manos arrugadas, formando pliegos que se mezclaban entre sus dedos y nudillos. Ellas no estaban en armonía con su semblante; sus manos revelaban unos cuantos años más de los que  yo había calculado. Sin saber su edad, comencé a imaginar. Cuánta vida, cuánto andar, cuántas experiencias, cuántos amores sufridos representaban esas manos.  Pero no importaba, las mostraba con orgullo. Seguí mirándola,  no sé si llamaba la atención mi curiosidad, si fue así no me dí cuenta.  No dejaba de pensar, imaginar,  suponer si esas manos escondían algún secreto. Mi mente no paraba de jugar a las adivinanzas. Seguí conjeturando. ¡Parecían las manos de alguien que vivió intensamente!.  Muchos lunares dejaban verse, detalle que la hacía aún más longeva. Eran rojizas, parecían suaves y de piel sedosa. De repente, me detuve en un anillo, era una alianza de oro. Eso quería decir que tenía esposo o, tal vez, era viuda; era notable que había tenido una relación fuerte con alguien.  Ese dato  del anillo, reveló lo único cierto de todo lo que yo imaginaba.
Miré nuevamente el numerador,  faltaban pocos números para mi turno. “Ella también tendrá un número alto”, pensé, porque seguía allí sentada a mi lado, pensativa. De vez en cuando miraba hacia arriba para ver qué número marcaba el aparato. Una o dos veces nos cruzamos la mirada, sin decirnos nada.
La experiencia del analisis de las manos de esa mujer me resultó divertida. Ejercité mi imaginación recordando lo que lei una vez sobre los estudiosos de las manos que, a través de la quiromancia, descubren que ellas pueden revelar las habilidades, talentos y cualidades con las que nació una persona. Que la textura de su piel nos deja conocer si la persona es refinada y delicada, o vulgar y ordinaria. Se puede detectar su sensualidad, su humor, su decisión, su energía. Otros (como gitanos o adivinos) se atreven a predecir a través de ella los hijos que alguien puede tener, si uno tendrá corta o larga vida, si habrá desgracias o felicidades en el transcurso de ella.
Todavía faltaban algunos números y tenía tiempo de seguir imaginando su vida. "Seguramente tendría hijos y nietos", pensé. "¿Quizás algún bisnieto?".
Repentinamente, la mujer se levantó. Había llegado su turno. Tomó de un costado un bastón que yo no  había visto. Y se fue caminando hacia el escritorio ayudada por él.  La perdí de vista.
A esa mujer no la conocía, nunca la había visto. Sólo unos minutos más  y llegó también mi turno. 
Jamás la volví a ver, sólo me quedó la imagen de esas manos que con su expresión, hicieron levantar vuelo a mis pensamientos.

jueves, 27 de junio de 2013

Eduardo Pedrazzini: el primer campeón nicoleño

Por Tamara Sanchez

El Presidente de la Nación Agustín P. Justo, se encontraba parado en la meta ansioso por agitar la bandera a cuadros y darle inicio a la primera carrera del gran premio de velocidad. Los pilotos sabían que no sería una tarea fácil recorrer más de 6.894 kilómetros por caminos aún sin marcar y señalizar. Sin embargo se prepararon especialmente para la ocasión, adaptaron sus autos de carrera y los convirtieron en vehículos cerrados, llamados de turismo o paseo como las nuevas reglas exigían.
Los 69 pilotos esperaban la señal, parados en la línea de salida para apretar el acelerador y afrontar la carrera más importante de sus vidas. Después de recorrer diferentes provincias a una velocidad máxima de 120 km/h los autos retornaron a la provincia de Buenos Aires. El piloto Ángel Lo Valvo, más conocido como “Hipómenes”, pasó a la historia ganando el premio de velocidad con su auto Ford V8.  El público ferviente también reconoció el espectáculo brindado por el resto de los pilotos participantes. Sabían que aportaban competitividad y emoción a la carrera.
El éxito del gran premio de velocidad hizo que el Avellanada Automóvil Club diera inicio a la competencia denominada “Primeras Mil Millas Argentinas”. En esta ocasión se inscribieron 48 pilotos, entre ellos Eduardo "el colorado” Pedrazzini -como lo llamaban sus amigos- nacido en la ciudad de Rosario y radicado desde hacía años en San Nicolás. Se mudó cuando era muy pequeño y fue en San Nicolás que creció y se desarrolló profesionalmente e instaló una concesionaria Ford, lo que le permitió mantenerse siempre cerca de su pasión: los autos. Todos ellos eran admirados por el público que comenzaba a darle un carácter muy popular a este deporte, cada vez más reconocido entre los ciudadanos argentinos.
La Carrera
Los competidores se reunieron en Av. Mitre para realizar una largada simbólica. Desde allí se dirigieron en caravana hasta Florencio Varela para comenzar las “Primeras Mil Millas Argentinas”. La carrera se desarrollaba normalmente, Pedrazzini no podía sacarle ventaja a Fisman quien la iba encabezando firmemente. 163 km de carrera habían transcurrido. A la altura de Gral. Belgrano, el “Colorado” Pedrazzini ve la posibilidad de sobrepasar a Fisman y lograr la punta. “El que no arriesga no gana”, se dijo, y apretó el acelerador, abriéndose por la izquierda logró su cometido. Desde ese momento, nadie pudo quitarle el primer lugar.
Los kilómetros restantes transcurrieron lentamente para él. No lograba percibir la línea de meta, miraba fijamente, no veía nada. Sabía que debía seguir con su pie en el acelerador. No tenía por qué preocuparse del resto, su ventaja era evidente. Minutos después logró visualizar la bandera, la bandera que marcaba su victoria, que haría su sueño realidad, se agitaba marcando el final de la competencia.
Miró hacía su derecha y recordó que se encontraba junto a él su amigo Liberato Fernández. Estaba perplejo, a pesar de su intento no pudo emitir ningún tipo de sonido. Abrió la puerta del auto y bajó. Miró a su alrededor y observó que la gente se abalanzó hacía él gritando y festejando. Todavía no podía reaccionar.
El regreso a San Nicolás fue muy emocionante luego de la gran victoria conseguida. En la ciudad, lo recibieron como a un héroe. Su familia y amigos sabían que significaba mucho para el “Colorado”, que representaba más que un simple logro deportivo: simbolizaba el triunfo de su pasión por los fierros.

miércoles, 26 de junio de 2013

El "coloncito", cien por cien nicoleño

Por Mariano Mísere

A sala llena, muchos dicen que es el Colón en chiquito, ya que su estructura y estilo son semejantes a los del famoso teatro porteño, que yo solo vi por fotos, así que mucho no puedo opinar. Lo que sí puedo contarte es lo que sentí al estar en un lugar tan lindo y tan nuestro como es el teatro municipal "Rafael de Aguiar", ubicado en la tradicional esquina de Nación y Maipú.
Pasaron tantos artistas, tantas obras de teatro, imaginate que se fundó el 10 de agosto de 1908, tres meses después de haber sido inaugurado el gran “Colón”. Fue ese día, en el  teatro nicoleño, que se representó una obra interpretada por una compañía lírica italiana con una gran concurrencia.
Y quién iba a pensar que 100 años después, yo iba a tener el honor y orgullo de estar en esas tablas. Fue para la conducción de una entrega de premios, los “Plumi”. Comenzaba yo a transitar el camino del periodismo deportivo y fue así que durante tres años estuve de ese lado. Todos me preguntaban luego de la primera vez ¿te dio vergüenza? ¿qué se te pasaba por la cabeza? Teatro lleno ¿cómo hiciste? Y si te digo te miento, pero nunca creí que iba a poder cumplir ese sueño que tenía desde que había ido al teatro por primera vez, de estar “del otro lado”.
Recuerdo que la primera vez que me subí, estábamos a 5 minutos de que se levante el telón y tenía unos nervios que no te das una idea. Yo miraba por un agujero que tiene el telón del teatro para ver el público (sin que ellos te vean) y veía como ingresaba la gente hasta que se llenó. Pensaba por dentro, ¡a dónde me metí, porque no dije que no! Pero cuando llegó la hora, se levantó el telón y vi al público me sentí el mejor conductor: Tinelli, Mateico, Soldán, el que más te guste, pero siempre humilde, aclaro por las dudas.
La sensación de estar frente a tantos nicoleños es algo que con palabras no se puede explicar, es algo tan lindo ese lugar, tan relajante, tan nicoleño que no se si al entrar en otros teatros , así fuese el mismísimo Colón, me sentiría como me sentí ese día, durante los tres años que estuve.

Ahí viene el helado

Por Emilia Barbaro

Las siestas en los veranos nicoleños tenían un sonido especial. La corneta del carro heladero resonaba en toda la cuadra y los niños salían presurosos en busca de su gusto preferido. Una lona algo rota y borlas de lana decoraban el viejo carretón, que trasladaba sentados sobre una húmeda madera a Penzino, el heladero y su ayudante.
Abarrotados de enormes fuentones de zinc, rodeados de payasos de tela que giraban en todas las direcciones, iban ellos, los que a su paso alegraban las tardes de los chicos -y las de los no tan chicos- con un rico helado. Los rayos del sol pegaban fuerte sobre el asfalto y los clientes se convertían en vecinos que les acercaban jarras, vasos y botellas de agua recién salida de las heladeras para que puedan aliviar el calor de las tardes veraniegas. Hasta el caballo que tiraba del carro recibía su balde de agua fría.  
El recorrido solía ser muy corto, de dos o tres manzanas, para luego regresar hacia el  “depósito”, donde debían vaciar los fuentones repletos de agua helada y volverlos a llenar de barras de hielo que humeaban de lo frías que estaban, para mantener la mercadería en el estado apropiado. Y así, otra vez, salían Penzino y su acompañante y volvía a resonar la corneta, para que otro grupo de niños corra tras ellos.
Solo dos eran los gustos que se vendían en esa época: chocolate y vainilla. No había demasiado para elegir pero eso no importaba, con tal de disfrutar de un “invento” que nadie imaginaba. Sentarse en los cordones de las veredas junto a un amigo, con un helado en la mano y a la hora de la siesta, era para los pequeños el momento más esperado del día.
El helado también formaba parte de los domingos en familia. Una mesa llena de grandes y chicos, después de una extensa sobremesa, esperando el sonar de la corneta para salir presurosos en busca del postre. Nadie comía el budín de pan de la abuela o el postre borracho de la tía, todos querían saborear un rico helado de Penzino, el heladero.
Ningún nicoleño de aquella época pudo imaginarse que mucho tiempo después existirían cientos de gustos, incluidos los que varían su nombre según la heladería que los prepare, y, mucho menos, que cambiarían el carro tirado a caballo por una bici en la que ya no resonará la feliz corneta sino que "Para Elisa", de Beethoven, tomaría su lugar.
La del helado fue una época que quedará por siempre en el recuerdo de quienes tuvieron la feliz oportunidad de correr el carro heladero y sentarse al borde de una vereda -o en el umbral de la puerta de casa- para disfrutar de este exquisito postre con amigos o en familia.

Una clase con Javier Tisera

Por Beatriz Alicia Buonocore

Las 18;30 marcan las agujas de mi reloj pulsera. El pizarrón verde llamaba la atención, estaba escrito con letras demasiado grandes que habían quedado impresas desde el turno tarde.
Nosotros conversábamos diferentes temas mientras esperábamos que el profesor entre a la clase. Él estaba hablando fuera del salón con un alumno de otro curso, parecía interesante la conversación, estaban muy concentrados en ella.
Era una tarde muy calurosa y en el patio se veían muy pocos alumnos, creo que muchos habían faltado por el clima.
La primavera comenzaba a asomar. El ventilador no tiraba demasiado aire, hacía poco tiempo que se había encendido. El sol desplegaba por la ventana sus últimos rayos del día.
La mayoría de las veces alguien llegaba tarde, pero ese día estabamos presentes todos. Nadie faltó; la clase era interesante y a la mayoría de nosotros nos gustaba escucharla. Se aprendía mucho por los conocimientos e información que nos daba "el profe" en cada una de ellas.
Mientras esperabamos, cada uno de nosotros estaba en lo suyo, uno mirando un libro, otro leyendo un cuaderno, alguien tratando de subir la velocidad del ventilador y el resto estábamos entusiasmado en un diálogo delirante, como de costumbre, nos divertíamos mucho hablando de "bueyes perdidos". Luego de 4 o 5 minutos, entró Javier, el profesor. Como todas las clases, saludó con un "buenas tarde" que contestamos de igual manera, pero sonó como un cántico de primaria. Se sentó a firmar el libro de asistencia mientras que nosotros callábamos, esperando el comienzo de la clase. Siempre nos urgía la curiosidad de saber de qué tema hablaríamos, ya que empezábamos uno y enseguida nos íbamos por la tangente, pero así eran sus clases.
El profesor Javier Tisera es un hombre a los que llamamos "bohemio", un soñador, un idealista, una persona que vive al margen del común denominador de la sociedad. Alguien a quien no le importa su status social. Es alguien que posee sensibilidad hacia las cosas bellas de la vida, por más sencillas que parezcan. Una persona que gusta de la música, especialmente el tango. También del arte, de la poesía, alguien a quien le agrada filosofar sobre la vida. Es una persona que puede disfrutar de una cena en un lugar lujoso o un humilde hogar. Es aquel que escucha a su semajente y da una opinión.
Tampoco se preocupa por la vestimenta, tanto se lo puede ver con un elegante saco y pantalón, como un informal jean. Su barba es larga, en épocas desprolija porque está más allá de toda norma estética. Esa tarde, estaba de jean y chomba rosada, barba y cabellos crecidos que le tapaban el rostro  y lucía un par de lentes que lo hacían intelectual. Dejó la lapicera sobre el banco y se paró. Comienzó a caminar de un lado a otro, a hablar; había comenzado la clase. Explicaba el tema del día. Se tocaba la barba como acariciándola . De repente, dijó una palabra sobre la cual alguien preguntó : "¿qué quiere decir cohesión?". Nos miró a todos como esperando que alguien respondiera. Nadie dijo nada, es que no lo sabiámos.
Él lo explicaría hasta que todos lo entendiéramos sino, no seguiría su clase. Después de explicarlo 2 o 3 veces, comenzó a enojarse. No lo entendíamos, todos lo mirábamos. En ese momento, tomó a Gaspar de su brazo y lo llevó al frente, luego señaló a Romina y la puso al lado, más tarde a Tamara, que la puso junto a ella. El se ubicó entre Gaspar y Romina y dijo: "esto es cohesión", tomando una posición, en la que simulaba la unión.  De esa manera, explicó que quería decir esa palabra  que nadie supo explicar. Fue muy divertida la expresión física que tomó para que entendierámos, tanto que no lo olvidé y me vino a la memoría para contarlo. Su explicación habrá durado unos pocos minutos, pero alcanzaron como para sacarle una foto que hoy puedo mostrar, corroborando lo contado. La clase fue amena, entretenida, me atrevería a decir una de las mejores.
Cuando terminó la hora, seguíamos todos hablando del tema, opinando, preguntando, quedaba mucho por decir, pero deberíamos esperar a la próxima y hasta la semana venidera, no sería.


lunes, 24 de junio de 2013

El mismo lugar, 15 años después

Por Mariano Misere


Qué difícil es hablar de las casualidades, ¿existen o no?. Les voy a contar una historia y ustedes dirán: allá por el año ’98, vine a vivir a la ciudad de San Nicolás, más bien me vine a la céntrica. Yo vivía en un pueblito ubicado a unos cuarentas minutos del centro, pero ojo, aclaro que soy nicoleño y por situaciones personales me tocó nacer, irme y después volver. En fin, en el centro todo era nuevo para mí. Sí, te aseguro que es muy diferente: los ruidos, la gente, la locura de los conductores de autos andando a toda velocidad, las salidas de los chicos de las escuelas, el amontonamiento y todo lo que te puedas imaginar, pero otra no quedaba porque las vuelta de la vida dijeron que tenía que estar en la ciudad y acá es donde empezo a pensar si fue o no casualidad.
Como te decía, por el año ’98 cuando volví a San Nicolás empecé a cursar 4to grado en la escuela N° 1 "Melchor Echague", un edificio de dos pisos con más de cien años de historia,  con patios grandes, cancha de básquet y un patio en el fondo previo a los salones de la primaria, muy lindo. A uno de esos salones iba yo. Hasta acá podrán preguntarse "¿qué quiere contar?. Está loco, ¿qué tendrá que ver la casualidad y demás?". Esperen, ahí les cuento. Resulta que unos años más adelante, precisamente en el 2010, recién terminado el secundario tenía que pensar qué iba a hacer de mi vida o, mejor dicho, qué iba a estudiar, porque esa era una fija, no por mí pero en casa eso me exigían. Leyendo el diario local “El Norte” veo un aviso que decía así: "Abierta la inscripción para cursar 1er año de la carrera de Comunicación Social en el Instituto Superior de Formación técnica N° 178. De tarde, de 18 a 22 hs.". Lo pensé unos segundos, lo comuniqué a mi familia y me anoté. ¿Dónde era? En el mismo lugar donde había cursado 4to grado, en Francia 82 entre Mitre y Belgrano. Y esperá, que esto no es todo. Me avisan cuando arranco, llega el momento y voy para el salón; y acá me detengo y vuelvo al principio. No sé si fue casualidad, si al diario me lo mando Dios o quien, pero no te puedo explicar la alegría que me dio volver a ese lugar de cuatro paredes con un pizarrón, muchas sillas y mesas, donde cursé 4to grado. Así que ahora, ustedes díganme, si no fue casualidad ¿qué fue?.


martes, 18 de junio de 2013

La bajada de calle Belgrano

Por Emiliano Alegrini

Belgrano es una de las calles principales de San Nicolás, que presenta en su extremo ribereño una bajada formada por una serie de escalinatas decoradas por cuadros ribereños de artistas locales, que culminan en la Av. Costanera Brigadier Gral. Juan Manuel de Rosas. 
Yo no la vi nacer, pero las personas cuentan que hace 265 años atrás eran solo barrancas con caída al Aº  Yaguarón, que impedía a la hacienda de la familia Ugarte saciar su sed. Por eso, y para acceder a una de las principales vía de comercialización en esa época, fue creada la bajada de Belgrano. 
En la actualidad, esta bajada es muy utilizada por ancianos, jóvenes y niños, con sus escalinatas que parecen infinitas, es un camino que las personas no pueden sortear. Creo que todos recordamos las reuniones con amigos o llamadas previas antes de salir a bailar, en esos veranos de mucho calor, al momento que comenzamos a caminar por el centro nicoleño hablando y bromeando sobre cómo va hacer la noche en la costanera de la ciudad; y la mayoría al llegar a la bajada ha dicho “en este momento todos bajamos conforme pero a la vuelta los quiero ver”, con solo pensar que al regreso deberíamos subir las infinitas escaleras (vaya uno a saber en qué estado). Era doloroso con solo pensarlo; pero regresando a la historia ¡quien no ha pasado por ahí!
Hoy, en la rivalidad deportiva, también está involucrada la bajada de Belgrano, ya que en la costanera se encuentra el Club de Regatas de San Nicolás clásico rival histórico del Club Belgrano. El motivo por el cual la bajada quedó expuesta a la polémica es porque los simpatizantes del club de la ribera la hacen llamar bajada del Regatas, por el solo hecho de estar muy cerca de su club. Fueron acostumbrando a niños a creer que ella se llama así, sin saber la verdadera leyenda. Es normal para un hincha de Regatas decir que la bajada es de ellos por el solo hecho de utilizarla diariamente para llegar al club, pero para los hinchas de Belgrano no es algo que les incomode, ya que sólo les interesa estar delante de ellos en los diferentes deportes.
Lamentablemente, la bajada de calle Belgrano no es ajena a la realidad y hoy en día muchos ciudadanos prefieren evitarlas debido a las reiteradas denuncias y quejas sobre la inseguridad que hay las mismas. Es una pena que una bajada tan peculiar deje de transitarse y sería interesante la iluminación y protección de la misma para que pueda seguir siendo protagonista de tantas  moralejas, historias y fábulas para recordar y contar a sus allegados en todo período de sus vidas.

jueves, 13 de junio de 2013

Dos hombres, un mismo camino


Por Beatriz Alicia Buonocore.

Dos hombres parados debajo de un sauce estaban observando el río. Un río caudaloso bajo un cielo celeste, en el cual no se observaban nubes. El resplandor del sol era tan brillante que cegaba la visión. Las canoas a remo iban y venían de una punta a la otra. Había un grupo de personas  descargando carretas, algunas tiradas por varios caballos denotaban que la carga era pesada.
Uno de los dos hombres vestía un traje militar: chaquetón de paño azul haciendo juego con un pantalón del mismo color, un chaleco colorado con cuello alto puntiagudo, con una brillante espada que colgaba de una sablera que rodeaba su cintura. El otro estaba vestido con uniforme de uso diario: chaqueta y pantalón azul, con botas y gorra negra que tapaba su ancha frente, preparado para confundirse en el campo casi selvático  de aquel paisaje.                                                                        El primero era nada menos que el General Juan Manuel de Rosas dirigiéndo sus palabras a su hombre de extrema confianza, Lucio Norberto Mansilla de su misma jerarquía. No sólo los unía su amor por la patria, sino también una relación familiar, eran cuñados. Mansilla, uno de los generales que sirvió fielmente en las filas de J.M.de Rosas y donde organizó todo el despliegue técnico y estratégico, para defender los ríos internos de la Confederación Argentina, en este caso el Paraná.                              
Esa mañana, ambos mantenían una conversación:
 -  General,  me comunicaron que ya salieron del Río de la Plata y están llegando a San  Pedro,  dijo  Mansilla mirando a Rosas.
-  Confío en usted para que lleve a cabo la estrategia que juntos planeamos, para detener a los invasores. La flota anglo-francesa no avanzará. Aquí, en este Paso del Tonelero, los detendremos, afirmó convencido Rosas, mirando como transportaban cañones recién llegados. Siguió diciendo :                                                                                                                                                ¿Falta mucho general, para que esté todo listo?
 -  No, señor, sólo unos pocos alistamientos y las tres cadenas estratégicas estarán listas. ¡Esperamos terminar antes de la tormenta!, aclamó mirando al cielo, en el que comenzaban a verse grandes nubarrones.
Después de la conversación, los hombres se despidieron, dándose las manos y el saludo militar obligatorio.
Al transcurrir las horas, el cielo se cubría cada vez más de nubes oscuras, casi negras que dejaban una fuerte tormenta.
Los soldados, alrededor del fogón, esperaban la llegada del invasor. Estaba todo preparado para hacer una buena y exitosa batalla. La tormenta llegó y volteó todo lo que pudo. El viento soplaba embravecido, los  combatientes trataban de refugiarse del inesperado y nuevo agresor, que llegaba para destruir todo lo que encontraba a su paso.
Llegó la mañana, todo lo que habían logrado el día anterior estaba destruido, Las líneas de combate desbastadas. Los soldados, mojados, se miraban unos con otros, tristes y   apenados. El enemigo se acercaba y el tiempo no alcanzaba para reconstruir todo lo arruinado por la tormenta.
El general Mansilla estaba pensativo, con su mirada perdida en el horizonte. De pronto, reaccionó gritando una orden a su capitán:
-  Un grupo de hombres se quedará a  armar nuevamente las cadenas de combate. Otro grupo me acompañará a reforzar los puestos, en el paraje de  La Vuelta de Obligado. Allí trataremos de retenerlos y darles tiempo a reacomodar todo esto que destruyó el viento.
La Vuelta de Obligado era otro punto estratégico, al igual que El Paso del Tonelero. En esos lugares, el río se hace más angosto. Sólo 700 metros  separaban las costas y se podía atacar sin mayores problemas. La artillería llegaba de una orilla a la otra sin complicaciones.
La batalla se libró. La flota extranjera formada por quince buques ingleses y franceses, escoltaban a un centenar de barcos mercantiles. Según el general Rosas: “La fuerza naval más importante vista hasta entonces en el Río de la Plata,  buscaba pasar forzando el libre comercio con el Litoral y el Paraguay". Rosas había rechazado todas las intimidaciones de las potencias europeas, cuyos intereses, eran lograr transitar libremente los ríos argentinos.  Rosas, decidió resistir semejante atropello.
El saldo de muertos fue mayor para las columnas confederadas. Igualmente, los enemigos sufrieron grandes averías en sus buques,  que los obligó a permanecer casi 40 días en La Vuelta de Obligado. Esto dió lugar a que se reestablecieran las fuerzas del general Mansilla, en el Paso del Tonelero.

Un nuevo encuentro en el Tonelero.
Después de unos días, se encontraron nuevamente Rosas y Mansilla a pocos kilómetros del Tonelero. Como siempre, se saludaron con una cordial fraternidad. Los dos, sentados en un bodegón, tomaban un licor y conversaban sobre el ataque que realizarían en El Paso del Tonelero a la flota anglo-francesa. El Plan era el mismo, pero habían llegado más refuerzos de hombres  y  armamentos. Rosas estaba preocupado por la salud de Mansilla, que había sido herido de un disparo en el abdomen durante la batalla de la Vuelta de Obligado, le preguntó:
-  general Mansilla ¿cómo se siente usted después de tan terrible herida?  
-  Muy bien, señor.  La herida está cerrando.
-  ¡Cuídese!, le recomendó su cuñado.
Rosas era “un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, un cuasi adiposo napoleónico, con mirada fuerte y nariz grande afilada, tirando más al griego que al romano, labios delgados, perfectamente afeitado”, así definió  su primo.
Siguieron conversando un buen rato. Acordaron los  pormenores, hablaron y repasaron los lugares estratégicos, de  las zanjas cavadas para el resguardo de los soldados,  de la ubicación de cada una de las baterías. Era una logística impecable, de precisión,  se notaba el fervor de ambos. El ansia de la victoria estaba latente.
Cuando llegó la tarde, estaba todo listo, cada hombre en su puesto, cada detalle preparado, el convoy se acercaba. El enemigo, también listo.
Los cañonazos comenzaron a hacerse escuchar. Estremecedores estruendos asustaban a los hombres de ambos bandos, durante horas se oyeron los disparos, los gritos, los llantos de los heridos. Cuerpos mutilados, esparcidos por la costa arenosa del Paraná. Barcos con mástiles destruidos, hundiéndose en las profundidades del río.
En lo alto de la barranca, Rosas observaba cada movimiento; su rostro reflejaba la victoria llena de dolor. Muchas bajas nuevamente en las filas del ejército de la Confederación.   El otro hombre se acercaba, caminaba lentamente. Estaba oscureciendo.  El general Lucio Mansilla llegó al lugar.  En el encuentro, se saludaron con un gesto informal. Se les notaba en el rostro  el cansancio, el desbastamiento, el sosiego que le hacía falta después de tanta tensión.
Esforzaron una sonrisa en medio de tanto dolor. Conversando comenzarón a caminar rumbo al campo donde se había librado la batalla. A medida que iban pasando por las filas de los soldados, ambos eran saludados con fervor. Algunos gritaban “Viva la Confederación”, unos sonreían y otros lloraban. Lo más importante era que habían logrado el objetivo de debilitar a la flota extranjera. Aunque haya sido por la fuerza, la convencieron de que los ríos son argentinos.



martes, 11 de junio de 2013

"El enano Humberto, Un Conquistador"

Por Celia Mesías

La ciudad de San Nicolás siempre estuvo poblada por gente muy peculiar, pero estamos tan acostumbrados a convivir con ella, que no nos damos cuenta de su singularidad; esta es la historia de un pequeño “gran” personaje llamado Humberto que nació en San Nicolás en la primavera de 1935, en el seno de una familia de clase media, era el 4 hijo, su padre trabajaba en el puerto, su madre fue una abnegada ama de casa que se dedicó a educar con paciencia y enorme cariño a sus niños.
"Humbertito" al año tenía una estatura de apenas  60 centímetros, cosa que no le afectaba para desarrollarse en los otros aspectos de su infancia, de igual modo, su madre, preocupada, lo llevo a la consulta del médico, quien luego de realizarle algunos estudios, confirmo el diagnóstico; el pequeño padecía de un retraso de crecimiento producido por una deficiencia en la glándula Hipófisis, iba a ser enano.
Fueron pasando los años y el chiquillo fue conocido con el mote de “el enano Humberto”, era inquieto, pícaro y decidido, jamás se sintió inferior a sus pares. Saltaba, jugaba a la pelota, trepaba árboles, cazaba pajaritos, junto a su numeroso grupo de amigos, por ser leal y fiel a la barra.Cuando le toco atravesar por la pubertad y adolescencia fue enamoradizo y osado; a pesar de no medir más de un metro treinta, “el Enano” tenía mucha aceptación con el sexo opuesto, tal es el caso, que llego a tener 3 novias al mismo tiempo.
Como no le gustaba estudiar, repitió 4 veces primer año del secundario, por lo cual, sus padres decidieron, cuando cumplió los 18 años, mandarlo a trabajar.Comenzó su trajín laboral en una panadería, como debía entrar a las 5 de la mañana, se quedaba dormido arriba de las bolsas de harina. El dueño cansado de encontrarlo roncando sobre la materia prima, lo despidió.
Empezó a trabajar en una zapatearía hasta que a los 3 meses fue sorprendido sacando unas sandalias rojas para regalárselas a una de sus novias de turno y lo expulsaron del puesto. Así recorrió todos los rubros laborales.
Cuando tenía 23 años debió contraer primeras nupcias al dejar embarazada a una de sus novias y ser amenazado de muerte por el abuelo de el inocente, si no cumplía con su deber de hombre de honor. Lo cual lo llevo a conservar su quinto trabajo en SOMISA, de pañolero, y lo forzó a quedarse  definitivamente en el hasta su jubilación.
Como era de imaginarse, se separó de su esposa con la que tuvo 3 hijos, luego de 5 años, la abandono para irse con otra hermosa doncella que lo cautivo con sus encantos. Con ella, duro menos que con la primera y después de tener 2 hijos se fue detrás de las polleras de otra buena moza.
Al margen de sus dotes de conquistador, siempre fue un vecino muy amable, educado y conversador; se lo veía siempre parado en frente de alguna casa, charlando con alguien, le encantaba recorrer las calles de la ciudad con aires de don Juan y ayudar al vecino en apuros o “consolar” a la vecina, si ella así lo reclamaba. Lo que lo llevo a más de una pelea y se ganarse unos cuantos golpes.
Pasaron los años, Humberto fue sintiendo los dolores que trae la vejez, así es que decidió a los 65 años ya no cambiar de compañera, luego de haber tenido 6 parejas, 12 hijos y muchas, muchas “queridas” en su haber.
A pesar de ser un picaflor, paso a la historia como “el enano Humberto, un conquistador”.

Masón Luis Viale

Por Tamara Sanchez

La masonería nicoleña cuenta con más de 150 años de vida y tiene el privilegio de ser la primera creada en el interior de la provincia de Buenos Aires. Después de las 9 ubicadas en Capital Federal,  fue reconocida en 1866 como Logia Unión y Amistad Nº 10.
Numerosos personajes pasaron por esta casa ubicada en Nación 80. Presidentes, jueces, militares e intelectuales desfilaron por el Templo Masón evocando los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Aseguran los más fieles adeptos a los principios masónicos, que aspiran al “perfeccionamiento del hombre conociéndose a sí mismo” para poder, de alguna manera, reflexionar  ante las situaciones que se presentan en la vida cotidiana. Es necesario, según los masones, “emanciparse de posiciones políticas y filosóficas, y ser capaz de formar su propio juicio”.
En el patio delantero de la Casa Masónica de San Nicolás podía verse, años atrás, un busto con la cara de uno de los masones más reconocidos y representativos de nuestra ciudad. Hace algunos años la escultura desapareció y no se volvió a colocar otra. El personaje del que hoy hacemos mención es Luis Viale, comerciante procedente de Chiavari provincia de Génova,  que llegó a nuestro país siguiendo los pasos de sus familiares instalados en la provincia de Corrientes; San Nicolás fue la ciudad que Viale eligió para instalar su comercio junto con su hermano y sobrino. Sin dejar de lado su trabajo y su oficio formó parte de diversas asociaciones destinadas a la caridad, esto permitió que la sociedad y la masonería local lo viera con muy buenos ojos.
En 1871, la salud de su sobrino lo obligó a realizar un viaje a la ciudad de  Montevideo. El Dr. Pedro Díaz de Vivar le recomendó baños de mar para poder recuperar su energía. Luis Viale sin pensarlo un minuto se dirigió con su sobrino rumbo a Buenos Aires, allí se embarcarían en el “Villa del Salto”. Sin embargo, un encuentro con viejos amigos hizo que desistiera y comprara los pasajes en el vapor “América”. 
Era nochebuena y la embarcación navegaba por las aguas del Río de la Plata. Viale se encontraba junto a su sobrino y sus dos amigos observando el suave deslizamiento del navío sobre las oscuras aguas del río más ancho del mundo. Minutos después, comenzó a ver que de la popa se elevaban gigantescas llamas que iluminaban el cielo de la noche. Corrió hacía el lugar y se colocó el salvavidas para ayudar a los navegantes que saltaban hacia el agua en un intento desesperado por salvar sus vidas.
Viale observó una mujer que agitaba sus brazos y se esforzaba por no ceder ante la fuerte corriente del río que quería arrastrarla hacía lo más profundo. Sin pensarlo se lanzó al agua y tomó a la mujer, dándose cuenta que estaba embarazada. En ese momento, decidió que daría su propia vida por ayudar a esa madre. Se sacó el salvavidas y se lo colocó a la dama consciente de que ese sería su último acto de caridad. No estaba arrepentido, ya que toda su vida se basó en ayudar a los demás y colaborar por el bien de la sociedad.
Más tarde se supo que la señora salvada por Luis Viale, Carmen Piñero de Marcó del Pont, era esposa de un reconocido masón de la ciudad. La Casa Masón de San Nicolás decidió brindar su homenaje al gran acto de valor de Viale colocando un busto en el  patio delantero del Templo. También se apostó una gran lápida de mármol en el panteón italiano del cementerio de San Nicolás. Al igual que la escultura, esta historia pretende ser un pequeño y merecido homenaje a ese protagonista de nuestro pasado.

Doña María , La hechicera del barrio

Por Celia Mesías

¿A quien no le han dicho que le duele la cabeza porque esta ojeado; o luego de sucesivas desgracias, se le ocurre pensar que tal vez la mala onda proviene de algún oscuro trabajo de hechicería y quiere cortar la maldita suerte; el caso es que, ¿quién no ha recurrido alguna vez a la curandera del barrio para que los desembruje?
Esta es la historia de la bruja de mi barrio, doña María Clara, quien nació en Feliciano provincia de Entre Ríos el 8 de diciembre de 1941; día de la Inmaculada Concepción. Su madre doña Julia, devota católica, tomó el hecho como una señal, puesto que ella era la octava hija del matrimonio y  la hora del alumbramiento fue a las 8 de la mañana. Ella aseguraba que la pequeña había sido bendecida por la Virgen para cumplir una misión en la tierra.
Cuando tenía los 4 años, aseguro ver al niñito Jesús en la cabecera de don Serafino, su abuelo. Ese día fue a visitarlo, ya que estaba postrado al caer de su caballo días antes. Horas más tarde de la visión de María Clara, milagrosamente don Serafino pudo ponerse de pie, lo que confirmo las sospechas de su madre atribuyéndole poderes curativos a la pequeña. Así le hicieron la fama de vidente y sanadora, mucha gente de todas partes, la buscaba para recibir la bendición de sus dones.
A los 18 años se casó con Eduardo, su compañero durante 25 años, se mudaron a San Nicolas, tuvieron una hija, Aurora y un hijo Mariano.Al llegar de Feliciano, compraron una casa pequeña en construcción al sur de San Nicolás de los Arroyos, Eduardo era carpintero y pretendía instalar el taller en su casa; María Clara tendría una habitación destinada a sus tareas terapéuticas. Crió a sus hijos y dirigió su casa con eficiencia y dedicación, mientras atendía a un número cada día más numeroso de “pacientes” que la consultaban por un empacho, una hernia, conseguir trabajo o curar el mal de amores.
María Clara atendía a todo el mundo, recetando yerbas, oraciones y elixires que ella misma preparaba y cobraba al “paciente” según su condición social o portación de cara. Pronto se hizo popular en toda la región, venían de todas partes en colectivos y hacían cola días enteros, las fechas por ella designados; como es de esperarse se le atribuían trabajos evocando entidades del cielo y del infierno.
Mi casa estaba en la esquina, a media cuadra de su casa y los días de “cura”, no sé si era por los rumores que escuchaba o si en verdad la ya reconocida “bruja María” tenía tratos con el mas allá, el asunto es que, se veía a la noche como una nube rara arriba de la morada de la vidente, lo cual me daba mucho miedo.
Un día de verano, mi hermano y yo estábamos muy enfermos, hacia días que los médicos no podían determinar que nos producía tanto malestar y los tratamientos que nos aplicaban, no eran efectivos para lograr una mejora. Así pues, mi mama se decidió a llevarnos a lo de la “bruja María”.
Era de noche y me costó llegar hasta allí; mis piernas temblaban incesantemente, no por el mal que me aquejaba, sino por el susto que tenía al estar con esa señora tan especial.
En esa época ya era una mujer mayor, canosa, de estatura baja, vestida con túnica oscura y un lenguaje corporal muy misterioso. Había enviudado ya hacía  años. Nos hizo pasar primero, como gesto de buena vecina, a pesar de que el lugar estaba lleno de gente.
 La salita donde escuchaba a sus visitantes y “diagnosticaba” el procedimiento de sanación era reducida, estaba iluminada apenas por una luz tenue en el medio de la habitación donde había una mesa redonda pequeña con un mantel rojo y una vela rosa, otra celeste y otra blanca; en un costado había una camilla cubierta con una sábana blanca. Todas las paredes estaban tapizadas de imágenes religiosas de diversos tamaños y había olor a sahumerio mezclado con velas.
Al ingresar le dijo a mi hermano que se acostara en la camilla y empezó a tocarlo en la cabeza, bajando las manos hasta su estómago y volviéndolas a subir hacia su cabeza, mientras le hacía preguntas a mi mama que no recuerdo, pero si recuerdo que emitía un sonido raro, como un silbido. Yo miraba la escena esperando mi turno. Al llegar, repitió el ritual, diagnostico un mal de ojo de alguien que supuestamente nos envidiaba; le dio a mi mama unas yerbas con  indicaciones, aconsejando volviéramos los próximos 3 días para completar el “tratamiento”.
Aunque resulte extraño, sanamos.
Los hijos de María Clara le regalaron 5 nietos, lo digo así porque todos vivieron en su casa, ella los educo y consintió con mucho amor hasta que fueron adultos y abandonaron el tibio nido de esa peculiar abuela para formar una familia; todos estudiaron alguna carrera, solventada por la anciana que de ningún modo dejo sus misteriosas practicas hasta su muerte a los 95 años, cuando se durmió una noche para no despertar jamás.

La estación de carga


Por Emilia Barbaro

La ciudad estaba movilizada, todos corrían para que nada quede librado al azar. Esa calurosa mañana, el corte de la cinta inaugural abriría paso a un viaje esperado. Y así fue, el 3 de febrero de 1884, después de semanas de preparativos, el intendente Argerich brindó un discurso que dio inicio al acto de inauguración de la estación ferroviaria en San Nicolás.
Todos pudieron presenciar este hecho que quedará en la historia de nuestra ciudad, gracias a una comisión integrada por vecinos que presentó, semana antes, una solicitud para que los comerciantes cierren sus locales desde las diez de la mañana de ese 3 de febrero hasta el día siguiente. Ellos fueron trasladados en un expreso que la empresa del ferrocarril prestó para que nadie se pierda ese momento histórico.
Pero eso no terminaba ahí, luego del acto los ciudadanos nicoleños estaban invitados al baile en el salón de la Municipalidad de San Nicolás. Allí los esperaba un banquete de carne con cuero, que dio de comer a unas 300 personas.
Los festejos duraron hasta altas horas de la madrugada, era una verdadera fiesta. De otra forma no se podía celebrar el inicio de la línea ferroviaria que conectaría a esta ciudad con las localidades vecinas. Transportaría cargas, no pasajeros, salvo en algunas ocasiones especiales como los peregrinajes a la ciudad de Luján.
Esta línea, varios años después de su inauguración, fue participe de la llegada del presidente Dr. Ramón S. Castillo a la celebración del 90º Aniversario del Acuerdo de San Nicolás.
Pasaron dos años desde la visita de Castillo, cuando Juan Domingo Perón, después de su llegada en barco a San Nicolás decidió volver hacia Buenos Aires en este tren, por lo que debieron acondicionarlo nuevamente para transportar pasajeros.
Fue una gran época la de la estación de carga, el edificio era imponente y arreglado casi perfectamente para deslumbrar a quien visitaba esta ciudad. Hasta que en 1960 comenzó la decadencia. La línea San Nicolás – Pergamino había sido clausurada, generando una baja en la actividad económica de la estación de cargas, que provocaría su fin. Hoy, en su lugar, manteniendo el mismo edificio, funciona una escuela, quedando la estación por siempre en el recuerdo.

Un amigo ingles

Por Celia Mesias

Son las 3:45 de la madrugada, José otra  vez, salta de la cama sudando frío,   asustado al vivenciar el sueño recurrente que lo atormenta cada tanto. No es para menos, al repetir las escenas de las batallas vividas en Malvinas, el frio le penetra  los huesos, un poco por el clima de la región, otro poco por el hambre, ya que la comida más sustanciosa la ingirió hace ya unos cuantos días.
 Recuerda la bronca y el rencor con el que convivía a su regreso a san Nicolas después de la guerra, por la derrota y por los amigos perdidos. Pensaba a veces si se encontraba con algunos de ellos tomar revancha, desquitarse tanto dolor.
En estos sueños, evoca la adrenalina que sentía cada vez que cumplía alguna misión. Su cuerpo y mente reviven ayudados por la noche, aquel episodio del 8 de junio de 1982, cuando  3 de sus camaradas perecieron al ser interceptado el avión en el que se encontraban por 2 aviones Sea Harrier. Uno de esos vehículos era piloteado por el oficial James Holme, dirigente de la flotilla y el otro protagonista de esta historia.

Nuestro personaje se casó con la mujer de su amigo y compañero de batalla, Luis, quien falleció heroicamente el 1 de mayo de 1982; la vida familiar para jose, fue su sostén y mitigo sus pesares gracias a ella.
En 1988 un periodista  lo entrevista sobre el combate donde José cayo con su avión. Allí se da cuenta que conoce a la otra parte,  de aquel momento, el oficial condecorado por su labor en combate James Holme. El escritor trata de persuadirlos para que se acerquen y puedan exponer sus diferentes puntos de vista; José se niega, rotundamente. Era inadmisible tener en frente al asesino de sus compatriotas; de igual modo se compromete, en esa oportunidad, a pensarlo.
 Luego de algunos días en los que conversa el tema con su abnegada compañera de vida, siente que sería terapéutico expiar sus fantasmas de una vez. Pronto se pone en contacto con el periodista y acepta su propuesta, concretan el encuentro con su antiguo enemigo inglés, aprovechando un viaje de trabajo cerca de donde se hallaba viviendo James Holmes, en Inglaterra.
Al principio se sienten muy incómodos los dos, pero con la ayuda del periodista, su amigo en común,  lograron  una reconciliadora charla donde comprenden que “los otros” también comprometieron sus vidas en el desempeño del deber y que estaban obligados a ello. Todo termino en una amena y respetuosa conversación de bar.
Para las festividades de fin de año, José recibió una tarjeta de felicitaciones de James Holmes en manifiesto signo de aproximación, la cual José responde con una llamada telefónica donde se acuerda un cercano.
Cuatro meses después, José viajo a Inglaterra con su esposa para encontrarse con James en su casa y entablaron una hermosa amistad a partir de ese momento.
Actualmente, cambian fotos familiares por Facebook, charlan de sus nietos y proyectos, además de encontrarse cada tanto para disfrutar de gratos momentos juntos.

A veces duros hechos de la vida que nos tocan atravesar, solo son períodos de transición que nos conducirán a cosas maravillosas en el futuro. Todo es aprendizaje, todo cambia, si tenemos paciencia y fe para llegar a la culminación de cada historia.  

Escudo para todos

Por Gaspar Martinez

La difícil tarea de confeccionar el  escudo fue llevada a cabo por una comisión especial oficializada el 12 de mayo de 1969, que cumplió con lo exigido por el decreto Nº 765. Éste , establecía en su primer artículo: "Hacer confeccionar el escudo municipal, de acuerdo con los principios de la heráldica, teniendo en cuenta los antecedentes históricos, conformación geográfica y trascendente evolución del presente de la ciudad y partido de San Nicolás". O, en nuestro idioma: "hagan un escudo y que cada elemento tenga una explicación histórica y geográfica".
Se analizaron muchas opciones que cumplían con el simple pedido, pero las explicaciones eran muy rebuscadas y era necesario ser historiador para comprender lo que el escudo representaba. Es por ello que se pensó en el ciudadano común, un tipo normal que estudia, labura o vive a las corridas. Uno que tenga familia, amigos y poco sepa de la historia además de lo que enseñan en la escuela. Se pensó en lo primero que viene a la mente de un tipo como ese cuando piensa en San Nicolás: río, cielo y campo. Y ahí nació la primera división: de la mitad hacia abajo, un verde que haga referencia al campo, la región pampeana; y de la mitad hacia arriba, un azul que represente el cielo y el Paraná. ¿Qué más simple que eso?
La parte geográfica estaba cubierta y completaba gran porcentaje del distintivo en desarrollo, así que era el turno del orden histórico. Un sol naciente en la cima del óvalo partido a la mitad fue la alternativa para simbolizar el nacimiento de la patria, mientras que las ramas de roble y olivo a los costados representaban la fortaleza moral y la paz, como un atributo de la existencia nicoleña.
Volviendo al interior y continuando con el orden histórico, se optó por decorar el lado azul con 14 estrellas simbolizando a las provincias participantes del Acuerdo de los Gobernadores de 1852; al mismo tiempo que se agregaron dos brazos con las manos estrechadas, personificando el Acuerdo. ¿Qué más se le podía agregar?. Un libro abierto que evoque la Constitución Nacional y una espada sobre el mismo para defenderlo. Listo, escudo realizado y pautas para su elaboración cumplidas. ¡Ah! ¡Esperen! falta una cinta con los colores nacionales que una los cabos de las guirnaldas representando la unión de nuestro pueblo. Ahora sí, listo el pollo, San Nicolás tiene escudo y cualquiera puede interpretarlo con facilidad.