domingo, 30 de junio de 2013

La pobreza: marginada


Por Beatriz Alicia Buonocore              

 Juan y sus dichos me demostraron que el locutor de la radio hablaba sin conocimiento de causa. Que las tierras de esa barranca, en la que está asentada Villa Santuario, fueron donaciones de antiguas familias adineradas a familias necesitadas de tierras.            

            Debía investigar, hacer un buen trabajo sobre el tema. Mi interés surgió a raíz de una crítica que escuché por una emisora de radio FM de la ciudad que atacaba duramente a las personas que vivían en Villa Santuario antes llamada Villa Pulmón, desmintiendo que las tierras no eran de los que habitaban el lugar. Fue cuando decidí -con dudas, miedos, desconfianza y todo lo que se imaginen- entrar por esos pasillos a preguntar, a inmiscuirme entre los niños que jugaban con unos palos golpeando unos tachos, cantando a gritos no sé qué canción. Yo debía averiguar cómo era la vida allí dentro, en ese lugar escondido sobre la barranca. Sólo sabía que algunos la llamaban Villa Pulmón que llevaba varios años allí y que antiguamente se extendía hasta donde hoy está ubicada la Basílica de la Virgen de San Nicolás.
Uno de los niños se acercó y me preguntó: “¿A quién busca?” y no sabía que contestarle, no sabía a quién buscaba, así lo mire y rápidamente dije: “A la persona encargada del lugar”. Para mi sorpresa el nene me contestó: “ah, busca a Juan”. Lo miré y volví a decir “Sí, busco a Juan, ¿dónde vive él?”. Con una sonrisa me contestó: “yo la llevo”.
 Lo seguí hasta la casa de Juan. Era una casa de material con partes terminadas y otras a medio hacer. El chiquillo se encargó de golpear la puerta y gritar su nombre. Enseguida, salió un hombre flaco con bigotes mirándome, sin conocerme, pues nunca me había visto y se advertía en él la curiosidad de saber quién era yo. El niño se fue corriendo, dejándome parada frente a ese del que sólo sabía su nombre y ahora su dirección. Me quedé pensando como presentarme.“Hola”, dije finalmente. Me di a conocer y le expliqué el motivo por el cual yo estaba allí. También dejé que sepa lo útil que él sería para mí el informarme y contestarme mis inquietudes. Le comenté además lo que había escuchado por radio, que mi interés era saber la verdad porque yo tenía otro programa en una emisora FM diferente y quería informar otra versión del tema. Me hizo pasar a su patio, me alcanzó una silla plástica y él se sentó en un sillón de hierro forjado con un almohadón bastante gastado. Me ofreció agua, que agradecí, y comenzamos la conversación.
 

                                                      La experiencia.
         No era la primera vez que entraba a una villa. Años atrás había trabajado en un comedor escolar que quedaba justo en el corazón de un barrio bajo, en los suburbios de Lanús, mi ciudad natal. No cualquiera aceptaba el desafío de entrar todos los días por esas calles hasta llegar a la escuela; yo lo acepté y no me fue tan mal, porque aprendí muchos códigos y modos de vida muy diferentes a los que me habían enseñado. Supe reconocer a niños con hambre, que si no fuera por el comedor de la escuela, no tenían qué comer. y también supe que para muchas madres, era más cómodo mandar a sus hijos a un comedor para que sean atendidos y les den de comer, mientras a ellas se las veía con las uñas pintadas y cigarrillos entre sus dedos y supe lo que sufre un padre que, sin comer, debe dejar a sus hijos en el comedor para poder salir a juntar cartones por la calle y poder darles por las noches un plato de comida.                                                                 Por las mañanas, el lugar era transitado por gente de todas las edades: mujeres que hacían sus  mandados, niños que iban al colegio y ancianos que desde las puertas de sus casas saludaban a todos los que pasaban. La mayoría de esos transeúntes iban a trabajar. Llegada la noche la realidad cambiaba: sólo lo hacían aquellas que quedaban fuera de las normas establecidas por autoridades encargadas del ordenamiento urbano. Se dejaban ver grupos de muchachos y señoritas que estaban más allá del bien y del mal, que no les importaba el prójimo sino sólo satisfacer sus vicios personales a través de lo ilícito. Lo importante para mí fue conocer esa forma de vida para poder llevar a cabo mi trabajo posterior, en San Nicolás.
 
                                         Realidades.                                                         
Juan me contó lo importante que era su persona dentro de la villa, conocía todo. Había sido el presidente de la comisión vecinal del lugar durante mucho tiempo, puesto que estaba ocupando su hija. M e contó que la villa no se llamaba más Villa Pulmón, que había cambiado de nombre varias veces. Villa Cabotaje,  Villa Tranquila y Villa Pulmón y hoy Villa Santuario.
La villa se ubica entre las calles Sarmiento, Bustamante, José Ingeniero y Paseo Costanero, en el centro de la ciudad. Juan también me contó todos los trámites y las visitas a políticos de turno que deben hacer periódicamente para lograr obtener los títulos de propiedad de esos terrenos. Están, hasta nuestros días, en una búsqueda constante de una identidad propietaria que todavía nadie supo resolver. En definitiva, los que viven allí son los que saben resistir a gobiernos escrupulosos que los han querido invadir, intentando quitarles lo más valioso que tienen y que ellos llaman “mis tierras”. Tierras que han pasado de generación en generación y que familias antiguas de la ciudad las han donado para los más necesitados y desprotegidos, justamente para protegerlos de tantas miradas ambiciosas y malintencionadas de políticos, capitalistas y religiosos que nunca cumplieron la palabra. La intención de estos fue y es sacarlos del lugar, desgarrarlos, arrancándoles el alma sujetada a esa barranca. Las personas que viven allí la cuidan, la conocen y protegen como los nativos defendiéndose de la conquista española. Es una lucha sin cesar, sin descanso y a diferencia de aquel hecho histórico, solo utilizan como arma la palabra y la eterna espera, sometiéndose a promesas que nunca llegan.
 
                                                  La barranca.
 Juan me invitó a caminar por el barrio después de aquella larga e interesante conversación. Entre las malezas de la barranca y los caminos bien marcados, iban asomándose a nuestro paso los sombríos techos de chapa. Juan no paraba de hablar. Recordaba su niñez en el lugar y sus raíces engendradas en esa barranca. Se le notaba el arraigo inmensurable de ese sentimiento nativo. Mientras caminábamos mis pensamientos volaban preguntándome: ¿de quién sería la barranca? ¿ de esas familias legendarias que sólo les quedaba el apellido? ¿del municipio? ¿del gobierno de la Provincia de Buenos Aires, que ni deben saber que existe ese lugar? Cuántos interrogantes se me presentaban sin respuesta alguna. Como un partido de tenis, el balón iba y venía en mi mente. Pero más allá de tanto cuestionamiento, a medida que íbamos subiendo la barranca se percibía la paz y tranquilidad que emanaba de ella. Al llegar a la cima el paisaje escondido se dejaba admirar. El horizonte del río se perdía en la lejanía, donde islas desiertas lo abrazaban, con barcos que parecían a la deriva sin estarlo. Al admirar tanta belleza entendí por qué tanto arraigo al lugar, imposible desprenderse de tanta naturaleza perfecta, de tanto sol abrazando el paisaje, de tanto cielo y agua juntos. Es por eso que en el lugar siguen sumándose familias a la convivencia y los más experimentados cuidan recelosamente la invasión protegiendo el lugar de los asentamientos que crecen en desconformidad de los antiguos habitantes.
El hábitat supera todas las emociones vividas en el lugar, aunque subsistir allí es cruel: familias sostenidas por mujeres jóvenes con niños muy pequeños, conviviendo en esos ranchos con crudos inviernos e insoportables veranos; ñiños con caras sucias disimuladas por largas sonrisas mostrando como perritos recién nacidos sus trofeos  más valiosos. Sus juguetes ajados, ropa delineada y zapatillas rotas demuestran la pobreza en la que están sumergidos aunque ellos no lo noten porque son felices con poco, acostumbrados a tantas necesidades. Madres con rostros tristes, por tantas penurias acumuladas, por falta de desprotección, o por golpes inevitables producidos por sus parejas o por todo junto. La ilusión de que algún día comenzarán a vivir dignamente se nota en sus miradas, en sus conversaciones. Hablar del futuro, para dejar de ser marginados, es una voz constante de todos los que viven en la miseria.
El sol comenzaba a esconderse entre los altos edificios que circundaban la villa y con Juan decidimos que ya era hora de regresar  hacia su casa. Todo estaba tranquilo, los niños ya no jugaban afuera, nos detuvimos unos metros antes de su morada y nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Sentí que ese hombre confió en mí contándome su verdad y que si alguna vez necesito saber algo más, él estará dispuesto. Me di vuelta y me dirigí cuesta abajo, hacia la calle asfaltada.




 

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