domingo, 30 de junio de 2013

Las Manos: marquesinas de una vida.

Por Beatriz A. Buonocore.

Sentada sobre un sillón, esperaba que me atendieran  en el banco de la Provincia de Buenos Aires, sucursal San Nicolás,  que está en el centro de la ciudad.  El número que me había tocado era alto. El numerador marcaba el veintidós, pero yo había guardado en mi bolsillo el número que arranqué a la entrada: "setenta y ocho". Supuestamente, había cuarenta y seis personas delante mio. Miré curiosamente para todos lados, conté rápidamente cuántas personas estaban esperando en la sala y,  haciendo cuenta, observé que eran muchas. Respiré; miré mi reloj que marcaba el mediodía. Sabía que debería esperar un largo rato, siempre era así en ese lugar. Los bancos de la ciudad tiene mucha concurrencia, no son demasiados y la población se concentra en pocos. Hay días que para hacer un trámite, las esperas son largas, ese era uno de esos días.  Busqué algo que me llamara la atención para entretenerme, así se me pasaría más rápido el tiempo. A mi lado, había una señora sentada. Miré su rostro y no me pareció una persona mayor, le di unos setenta años. Fui bajando la mirada y me quedé observando sus manos cruzadas entre sí.  Recordé  que una vez me dijeron que a través de las manos podemos saber sobre la personalidad. Disimuladamente, volví a relojear esas manos arrugadas, formando pliegos que se mezclaban entre sus dedos y nudillos. Ellas no estaban en armonía con su semblante; sus manos revelaban unos cuantos años más de los que  yo había calculado. Sin saber su edad, comencé a imaginar. Cuánta vida, cuánto andar, cuántas experiencias, cuántos amores sufridos representaban esas manos.  Pero no importaba, las mostraba con orgullo. Seguí mirándola,  no sé si llamaba la atención mi curiosidad, si fue así no me dí cuenta.  No dejaba de pensar, imaginar,  suponer si esas manos escondían algún secreto. Mi mente no paraba de jugar a las adivinanzas. Seguí conjeturando. ¡Parecían las manos de alguien que vivió intensamente!.  Muchos lunares dejaban verse, detalle que la hacía aún más longeva. Eran rojizas, parecían suaves y de piel sedosa. De repente, me detuve en un anillo, era una alianza de oro. Eso quería decir que tenía esposo o, tal vez, era viuda; era notable que había tenido una relación fuerte con alguien.  Ese dato  del anillo, reveló lo único cierto de todo lo que yo imaginaba.
Miré nuevamente el numerador,  faltaban pocos números para mi turno. “Ella también tendrá un número alto”, pensé, porque seguía allí sentada a mi lado, pensativa. De vez en cuando miraba hacia arriba para ver qué número marcaba el aparato. Una o dos veces nos cruzamos la mirada, sin decirnos nada.
La experiencia del analisis de las manos de esa mujer me resultó divertida. Ejercité mi imaginación recordando lo que lei una vez sobre los estudiosos de las manos que, a través de la quiromancia, descubren que ellas pueden revelar las habilidades, talentos y cualidades con las que nació una persona. Que la textura de su piel nos deja conocer si la persona es refinada y delicada, o vulgar y ordinaria. Se puede detectar su sensualidad, su humor, su decisión, su energía. Otros (como gitanos o adivinos) se atreven a predecir a través de ella los hijos que alguien puede tener, si uno tendrá corta o larga vida, si habrá desgracias o felicidades en el transcurso de ella.
Todavía faltaban algunos números y tenía tiempo de seguir imaginando su vida. "Seguramente tendría hijos y nietos", pensé. "¿Quizás algún bisnieto?".
Repentinamente, la mujer se levantó. Había llegado su turno. Tomó de un costado un bastón que yo no  había visto. Y se fue caminando hacia el escritorio ayudada por él.  La perdí de vista.
A esa mujer no la conocía, nunca la había visto. Sólo unos minutos más  y llegó también mi turno. 
Jamás la volví a ver, sólo me quedó la imagen de esas manos que con su expresión, hicieron levantar vuelo a mis pensamientos.

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