jueves, 11 de julio de 2013

Amor en 120 manteles


Por Romina Paniagua



Cuando cocinan los vascos nadie se queda sin comer, tienen la particularidad de hacer magia en la cocina. Ellos cocinan para los chicos de diferentes escuelas rurales y carenciadas.  Ya hace años que lo vienen haciendo.

Una noche, allá por abril del 2012, estaban comiendo en el quincho del centro (solo los privilegiados, además de los vascos, lo conocen) y se pusieron a ver qué podían hacer para ayudar a la comunidad. Fue ahí cuando uno dijo: ¿por qué no cocinamos para 1000 chicos? Como primer momento parecía una locura: ¿1000 chicos? Especialmente sabiendo de quien venía la primera idea (del vasco más loco que conozco) parecía irrealizable, pero después la locura se fue contagiando y la idea fue tomando forma. ¿Por qué no? Y así se fue convirtiendo en algo real.
El trabajo tenía que ser coordinado y arduo porque no era solo cocinar y listo. Había que cortar calles, conseguir transporte, platos, cubiertos, vasos, seguridad. Esto no es algo que suceda normalmente en San Nicolás: la plaza Mitre estaría copada por chicos de las zonas más alejadas del centro de la ciudad, muchos de las cuáles pisarían ese día la plaza por primera vez en sus vidas.
El tiempo fue pasando y, a pesar de las dificultades -que fueron muchas- el día llegó. A las 6 de la mañana me hice presente en el lugar, con mi cámara en el cuello y mis manos dispuestas a ayudar en donde se requiera. Se observaban rostros muy cansados ya que varios no habían parado aun, desde el día anterior.
Ya que de por si cocinar paella de pollo no es fácil, ¡imagínense cocinar para 1000! Pero los vascos tienen una característica especial: pueden trabajar todos juntos de tal manera que cada uno sabe lo que tiene que hacer y todo está finamente entrelazado.


El trabajo comenzó.

Seis enorme paelleras comenzaron a arder en la vereda de calle Belgrano, sobre la plaza Mitre y tanto calle Sarmiento como Belgrano fueron copadas por 120 tablones donde comerían en unas horas mil chicos de la ciudad.
Éramos muchos corriendo de un lado para otro, poniendo manteles, vasos y servilletas en las mesas. Otros acomodaban las sillas, todos trabajando a la par, sin discusiones ni peleas. Todos juntos por un fin en común.
De repente, en el cielo, se cruzaban de vereda a vereda los banderines con la bandera Vasca y la Argentina que flameaban bajo el creciente sol. Hasta los veteranos de Malvinas de Rosario colaboraron para esta ocasión, poniendo a disposición de los cocineros un especie de cocina que mantenía los caldos calientes para que se encuentren en la temperatura exacta al momento de consumirse.


Los chicos.

Por fin, el momento más esperado llegó. Los chicos comenzaron a arribar a la plaza, todos con sus blancos guardapolvos en filas y custodiados por sus maestros. Y allí empezó mi trabajo, mi pequeño aporte para esta gran fiesta.
Comencé a correr de un lado para el otro, para no perder de vista ni un solo segundo. Ahora sí mi cámara estaba en mis manos y mi mente solo estaba atenta a capturar el mejor ángulo, donde la luz del medio día no fuera un impedimento para poder hacer lo que más me gusta: inmortalizar los momentos.
Todos con sus caritas contentas y sonrientes posaban para la foto grupal y se iban acomodando en el centro de la plaza donde se realizaría el ansiado acto de apertura.


La comida.

El acto duró apenas un instante. Se izaron las banderas, se cantaron los himnos y ya todos se dispusieron para la llegada del momento crucial, para hacer aquello que habían ido a hacer: era momento de sentarse a comer.
Cada escuela tenía un lugar destinado, cada chico se llevaría de recuerdo una hermosa taza de Hijitus. Mientras se esperaba que llegara la comida, hubo canto y baile típico del País Vasco. Las bandejas comenzaron a llegar y los pequeños a comer, por turnos, ya que no eran ni más ni menos que mil chicos. Cuando al fin se terminó de repartir,  todos se quedaron en sus asientos, disfrutando la delicia que tenían adelante.
De repente un sonido extraño comenzó a oírse. Todos miraron para arriba sin poder dejar de buscar qué era lo que lo provocaba, hasta que lo vieron. Alto en el cielo apareció un helicóptero que dejó caer papelitos de todos colores para adornar lo que había sido una jornada por demás de colorida. Era la hora de volver a casa y todos comenzaron a emprender el regreso, no solo con su pancita llena sino también con su corazón por demás de contento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario