Las siestas en los veranos
nicoleños tenían un sonido especial. La corneta del carro heladero resonaba en
toda la cuadra y los niños salían presurosos en busca de su gusto preferido. Una lona algo rota y borlas de
lana decoraban el viejo carretón, que trasladaba sentados sobre una húmeda madera a Penzino, el heladero y su ayudante.
Abarrotados de enormes fuentones de zinc, rodeados de payasos de tela que giraban en todas las direcciones, iban ellos, los que a su paso alegraban las tardes de los chicos -y las de los no tan chicos- con un rico helado. Los rayos del sol pegaban fuerte sobre el asfalto y los clientes se convertían en vecinos que les acercaban jarras, vasos y botellas de agua recién salida de las heladeras para que puedan aliviar el calor de las tardes veraniegas. Hasta el caballo que tiraba del carro recibía su balde de agua fría.
Abarrotados de enormes fuentones de zinc, rodeados de payasos de tela que giraban en todas las direcciones, iban ellos, los que a su paso alegraban las tardes de los chicos -y las de los no tan chicos- con un rico helado. Los rayos del sol pegaban fuerte sobre el asfalto y los clientes se convertían en vecinos que les acercaban jarras, vasos y botellas de agua recién salida de las heladeras para que puedan aliviar el calor de las tardes veraniegas. Hasta el caballo que tiraba del carro recibía su balde de agua fría.
El recorrido solía ser muy corto,
de dos o tres manzanas, para luego regresar hacia el “depósito”, donde debían vaciar los fuentones
repletos de agua helada y volverlos a llenar de barras de hielo
que humeaban de lo frías que estaban, para mantener la mercadería en
el estado apropiado. Y así, otra vez, salían Penzino y su acompañante y volvía a
resonar la corneta, para que otro grupo de niños corra tras ellos.
Solo dos eran los gustos que se
vendían en esa época: chocolate y vainilla. No había demasiado
para elegir pero eso no importaba, con tal de disfrutar de un “invento”
que nadie imaginaba. Sentarse en los cordones de las veredas junto a un amigo, con un helado en la mano y a la hora de la siesta, era
para los pequeños el momento más esperado del día.
El helado también formaba parte
de los domingos en familia. Una mesa llena de grandes y chicos, después de una
extensa sobremesa, esperando el sonar de la corneta para salir presurosos en
busca del postre. Nadie comía el budín de pan de la abuela o el postre
borracho de la tía, todos querían saborear un rico helado de Penzino, el
heladero.
Ningún nicoleño de aquella época pudo imaginarse que mucho tiempo después existirían cientos de gustos, incluidos los que varían su nombre según la heladería que los prepare, y, mucho menos, que cambiarían el carro tirado a caballo por una bici en la que ya no resonará la feliz corneta sino que "Para Elisa", de Beethoven, tomaría su lugar.
La del helado fue una época
que quedará por siempre en el recuerdo de quienes tuvieron la feliz
oportunidad de correr el carro heladero y sentarse al borde de una vereda -o
en el umbral de la puerta de casa- para disfrutar de este exquisito postre con amigos o en familia.
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