Por Beatriz Alicia Buonocore.
Dos hombres parados debajo de un sauce estaban observando el río. Un río caudaloso bajo un cielo celeste, en el cual no se
observaban nubes. El resplandor del sol era tan brillante que cegaba la visión.
Las canoas a remo iban y venían de una punta a la otra. Había un grupo de personas descargando
carretas, algunas tiradas por varios caballos denotaban que la carga era pesada.
Uno de los dos hombres vestía un traje militar: chaquetón de paño azul haciendo juego con un pantalón
del mismo color, un chaleco colorado con cuello alto puntiagudo, con una
brillante espada que colgaba de una sablera que rodeaba su cintura. El otro estaba
vestido con uniforme de uso diario: chaqueta y pantalón azul, con botas
y gorra negra que tapaba su ancha frente, preparado para confundirse en el
campo casi selvático de aquel paisaje. El primero era nada menos que el General Juan Manuel de Rosas dirigiéndo sus palabras a su hombre
de extrema confianza, Lucio Norberto Mansilla de su misma jerarquía. No sólo los unía su amor por la
patria, sino también una relación familiar, eran cuñados. Mansilla, uno de los
generales que sirvió fielmente en las filas de J.M.de Rosas y donde organizó
todo el despliegue técnico y estratégico, para defender los ríos internos de la
Confederación Argentina, en este caso el Paraná.
Esa mañana, ambos mantenían una conversación:
Esa mañana, ambos mantenían una conversación:
- General, me comunicaron que ya salieron del Río de la Plata
y están llegando a San Pedro, dijo Mansilla mirando a Rosas.
- Confío en usted para que lleve a cabo la
estrategia que juntos planeamos, para detener a los invasores. La flota anglo-francesa
no avanzará. Aquí, en este Paso del Tonelero, los detendremos, afirmó
convencido Rosas, mirando como transportaban cañones recién llegados. Siguió diciendo : ¿Falta mucho general, para que esté todo listo?
Después de la conversación, los hombres se despidieron, dándose las manos y el saludo militar obligatorio.
Al
transcurrir las horas, el cielo se cubría cada vez más de nubes oscuras, casi negras que
dejaban una fuerte tormenta.
Los soldados, alrededor del fogón, esperaban la llegada del invasor. Estaba todo preparado para hacer una buena y exitosa batalla. La tormenta llegó y volteó todo lo que pudo. El viento soplaba embravecido, los combatientes trataban de refugiarse del inesperado y nuevo agresor, que llegaba para destruir todo lo que encontraba a su paso.
Los soldados, alrededor del fogón, esperaban la llegada del invasor. Estaba todo preparado para hacer una buena y exitosa batalla. La tormenta llegó y volteó todo lo que pudo. El viento soplaba embravecido, los combatientes trataban de refugiarse del inesperado y nuevo agresor, que llegaba para destruir todo lo que encontraba a su paso.
Llegó la mañana, todo lo que habían logrado el día anterior estaba destruido, Las
líneas de combate desbastadas. Los soldados, mojados, se miraban unos con otros,
tristes y apenados. El enemigo se
acercaba y el tiempo no alcanzaba para reconstruir todo lo arruinado por la tormenta.
El general Mansilla estaba pensativo, con su mirada perdida en el horizonte. De pronto, reaccionó
gritando una orden a su capitán:
- Un grupo de hombres se quedará a armar nuevamente las cadenas de combate. Otro grupo me acompañará a reforzar los puestos, en el paraje de La Vuelta de Obligado. Allí trataremos
de retenerlos y darles tiempo a reacomodar todo esto que destruyó el viento.
La Vuelta de Obligado era otro punto estratégico, al igual que El Paso del Tonelero. En esos lugares, el río
se hace más angosto. Sólo 700 metros separaban las costas y se podía atacar sin mayores problemas. La artillería llegaba de
una orilla a la otra sin complicaciones.
La batalla se libró. La flota extranjera formada por quince buques ingleses y franceses, escoltaban a un centenar de barcos mercantiles. Según el general Rosas: “La fuerza naval más importante vista hasta entonces en
el Río de la Plata, buscaba pasar
forzando el libre comercio con el Litoral y el Paraguay". Rosas había rechazado
todas las intimidaciones de las potencias europeas, cuyos intereses, eran lograr transitar libremente los ríos argentinos. Rosas, decidió resistir semejante
atropello.
El saldo de muertos fue mayor para las columnas confederadas. Igualmente, los enemigos
sufrieron grandes averías en sus buques,
que los obligó a permanecer casi 40 días en La Vuelta de Obligado. Esto dió lugar
a que se reestablecieran las fuerzas del general Mansilla, en el Paso del Tonelero.
Un nuevo encuentro
en el Tonelero.
Después de unos días, se encontraron nuevamente Rosas y Mansilla a pocos kilómetros del Tonelero.
Como siempre, se saludaron con una cordial fraternidad. Los dos, sentados en un
bodegón, tomaban un licor y conversaban sobre el ataque que realizarían
en El Paso del Tonelero a la flota anglo-francesa. El Plan era el mismo, pero habían llegado más
refuerzos de hombres y armamentos. Rosas estaba preocupado por la salud de
Mansilla, que había sido herido de un disparo en
el abdomen durante la batalla de la Vuelta de Obligado, le preguntó:
- general Mansilla ¿cómo se siente usted después de tan
terrible herida?
- Muy bien, señor. La herida está cerrando.
- ¡Cuídese!, le recomendó su cuñado.
Rosas era “un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, un cuasi adiposo napoleónico, con mirada fuerte y nariz grande afilada, tirando más al griego que al romano, labios delgados, perfectamente afeitado”, así definió su primo.
Siguieron conversando un buen rato. Acordaron los pormenores, hablaron
y repasaron los lugares estratégicos, de las zanjas cavadas para el resguardo de los
soldados, de la ubicación de cada una de
las baterías. Era una logística impecable, de precisión, se notaba el fervor de
ambos. El ansia de la victoria estaba latente.
Cuando llegó la tarde, estaba todo listo, cada hombre en su puesto, cada detalle
preparado, el convoy se acercaba. El enemigo, también listo.
Los cañonazos comenzaron a hacerse escuchar. Estremecedores estruendos
asustaban a los hombres de ambos bandos, durante horas se oyeron los disparos,
los gritos, los llantos de los heridos. Cuerpos mutilados, esparcidos por la
costa arenosa del Paraná. Barcos con mástiles destruidos, hundiéndose en las
profundidades del río.
En lo alto de la barranca, Rosas observaba cada movimiento; su rostro reflejaba la victoria llena de dolor. Muchas bajas nuevamente en las filas del ejército de la Confederación. El otro hombre se acercaba, caminaba lentamente. Estaba oscureciendo. El general Lucio Mansilla llegó al lugar. En el encuentro, se saludaron con un gesto informal. Se les notaba en el rostro el cansancio, el desbastamiento, el sosiego que le hacía falta después de tanta tensión.
En lo alto de la barranca, Rosas observaba cada movimiento; su rostro reflejaba la victoria llena de dolor. Muchas bajas nuevamente en las filas del ejército de la Confederación. El otro hombre se acercaba, caminaba lentamente. Estaba oscureciendo. El general Lucio Mansilla llegó al lugar. En el encuentro, se saludaron con un gesto informal. Se les notaba en el rostro el cansancio, el desbastamiento, el sosiego que le hacía falta después de tanta tensión.
Esforzaron una sonrisa en medio de tanto dolor. Conversando comenzarón a caminar
rumbo al campo donde se había librado la batalla. A medida que iban pasando por
las filas de los soldados, ambos eran saludados con fervor. Algunos gritaban “Viva
la Confederación”, unos sonreían y otros lloraban. Lo más importante era que
habían logrado el objetivo de debilitar a la flota extranjera. Aunque haya sido por la fuerza, la
convencieron de que los ríos son argentinos.
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