jueves, 4 de julio de 2013

Amor salvaje

Por Celia Mesías

Esta es la historia de una de las tantas valientes nativas de nuestra hermosa tierra, que demostró su tesón y esfuerzo para salir adelante, a pesar de todo, luchando por ser feliz, a su manera, como dice la canción de Sinatra.
Esta historia comienza con el nacimiento de una hermosa criatura una mañana de enero de 1913, en una de las islas frente a San Nicolás de los Arroyos. La fecha exacta no la sabremos jamás porque su pueblo, los Querandíes, no se llevaban por el nuestro calendario. Fue bautizada con el nombre de Celeste, porque en el momento de su alumbramiento el cielo estaba diáfano.
Creció educada bajo la cultura de su pueblo, siendo la quinta de 10 hijos. Era una niña alegre, curiosa, inquieta, valiente, con un temple poco común entre sus semejantes femeninas. Colaboradora con su madre y siempre bien predispuesta a trabajar con los animales que su familia poseía en los campos y establos. Le encantaba montar a caballo, de hecho lo hacía muy bien. Le gustaba, además, nadar y pescar con sus hermanos y trepar a los árboles a la par de los varones.
Cada tanto acompañaba a su padre a tierra firme para vender carnes, cueros y artesanías a un par de tenderos con los cuales negociaba sus mercancías. En una de esas visitas, cuando tenía 16 años, estaba bajando una bulto con vasijas de cerámica que habían elaborado con sus hermanas cuando se tambaleó por el peso de la alfarería. Algo la sostuvo, para evitar que cayera. Sorprendida, giró la cabeza para dar las gracias y se encontró con los ojos más bellos que había visto en su vida, marrones de pestañas arqueadas, que le dirigían una mirada clara, pura, mágica.
Si bien estaba acostumbrada a los varones, se sintió demasiado vulnerable frente a aquel hombre y bajó rápidamente la mirada, se liberó del abrazo y se apresuró a entrar en la tienda donde la esperaba su padre para continuar sus actividades comerciales. Cuando parecía que su corazón había recuperado su ritmo normal, mientras estaba parada en frente de la repisa de los vestidos, admirando uno de ellos color verde pálido, una cálida voz le volvió a acelerar su ritmo cardíaco:
- Pruébatelo, tengo el presentimiento que fue hecho para ti, le dijo el muchacho que la había ayudado un rato antes, dispensándole una sonrisa encantadora. Permíteme que te lo regale a cambio de tu nombre, continuó.
- No puedo aceptarlo señor, gracias, le dijo ella mirándolo a los ojos para luego bajar la mirada, y continuó: Mi padre se enojaría, a él no le gusta que sus hijos tengan amistad con la gente de esta orilla, además estoy comprometida en matrimonio con Juan, un muchacho de mi pueblo.
El  gallardo caballero se dirigió entonces hasta donde se encontraba el padre de Celeste, con paso decidido, y haciendo un ademan de respeto se presentó:
-Buenas tardes señor, mi nombre es Ernesto Suárez, dijo el joven extendiendo la mano. Me gustaría obsequiarle a su  hija un vestido en homenaje a su hermosura, le suplico le permita aceptarlo, sugirió.
El padre de Celeste extendió la mano para estrecharla con la suya, un poco desconcertado, lo miro de arriba abajo con desconfianza.
- No sé señor qué intensiones tiene, pero nosotros somos gente decente a pesar de ser “indios”, le respondió.
- Despreocúpese mi  señor, yo no tengo prejuicios, soy de una buena familia. Mi apellido me precede, mi padre, como usted sabrá, es uno de los caudillos de esta ciudad y yo también soy un hombre de honor. Solo deseo tener un gesto de galantería con su hija y si usted me lo permite, entablar una amistad con ella.
-Está bien señor Suarez pero ándese con cuidado, soy pobre y mis únicos tesoros son mis hijos, respondió el padre de Celeste como en un ruego.
- No se preocupe, soy hombre de buena voluntad, los veo a menudo por aquí y recién hoy me atreví a acercarme. Su hija me ha cautivado, solo deseo conversar con ella para conocerla, le agradezco la confianza.
- Esta bien señor Suárez, ya veremos, la confianza se gana, le dijo y giró para seguir con su tarea.

Ernesto tomó el vestido y se lo entregó al tendero para que se lo cobrara. Luego, ya envuelto, se lo dio a Celeste bajando la cabeza como señal de realeza y le dijo:
-Espero que la próxima vez que vengas a este lugar, lo lleves puesto y podamos ir a dar una vuelta, Celeste.
- Gracias señor, es hermoso, si quiero ir a pasear, nunca lo hice, le respondió ella.
Celeste estaba encantada, esos ojitos la habían hechizado. Ella contaría más tarde que fue amor a primera vista.

Desde ese día, la adolescente y el joven caballero se encontraban para caminar por las calles de San Nicolás, tomados del brazo. Tomaban helados o comían algunas confituras que él le traía de regalo para agasajarla, incluso don Torillo autorizó a la niña a que cruce los días que no iba a los comercios para ver a su amigo Suárez.
A los 3 meses, Ernesto le pidió la mano de Celeste a Torillo. El matrimonio le significó a Ernesto ser rechazado por toda su familia y su patrimonio, pues fue desheredado por casarse con una india. No le importó. La feliz pareja se instaló en lo que en aquella época se conocía como “el bajo”, en una humilde casa de alquiler de techos bajos, piso de aferrite, húmeda y de paredes descascaradas. A pesar de eso, ellos fueron muy dichosos allí y tuvieron 3 hijos: Juana, Ernesto y Lila.
Él trabajaba en la oficina de uno de los pocos amigos que le quedó después de su boda con Celeste; y ella lavaba y planchaba para terceros. A los 10 años de convivir en armonía, Ernesto enfermó seriamente. Le diagnosticaron cáncer de pulmón y en poco tiempo falleció. Celeste quedó sola con sus 3 niños pequeños. No quería volver a la isla con su familia, por eso, envió a sus retoños al hogar San Hipólito y consiguió un trabajo cama adentro. A los hijos los veía todos los fines de semana, cuando aprovechaba para ir a pasear a alguna plaza y pasar el día juntos, como había hecho Ernesto con ella, unos cuantos años antes.

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