lunes, 29 de abril de 2013

Esos hermosos adoquines

Por Gaspar Martinez

No leyeron mal, amo las calles nicoleñas de adoquines. O al menos lo hice hace un tiempo, cuando el destino más lejano y desconocido al que había ido era el almacén de Palomba a cuatro cuadras de mi casa.
Se que un gran porcentaje de los lectores va a odiarme o al menos se mostrará consternado ante mi aprecio por los empedrados senderos nicoleños que estropean a diario el tren delantero de su vehículo, pero pónganse en mi lugar: oriundo de Villa Ramallo, menor de 8 años, conocedor solo de calles pavimentadas o de tierra (barro o pantano, en caso de chaparrón) y con una gran facilidad para el asombro. Todas características que me volvían indefenso, vulnerable a todo lo que mis ojos percibían como extraño y exótico.
Quizás antes de llegar a Maipú entre España y Ameghino, pude haberlos visto en otro lugar; pero probablemente iba durmiendo y ningún bache fue capaz de despertarme, alguno de mis hermanos me entretuvo con alguna discusión sin sentido o simplemente me distraje cantando alguna canción popular de aquella época. Lo cierto es que no recuerdo el motivo del viaje, ni los familiares que me acompañaban en el Renault 18 que nunca llegué a manejar, ni la fecha exacta de dicho recorrido. Solo recuerdo mi emoción. Abrí los ojos como si hubiera visto a mi personaje favorito de animé, como si el club de mis amores hubiese abierto una sucursal en San Nicolás y me hubiese elegido entre miles de jóvenes para hacer un homenaje, y sin dudarlo dos veces empecé a pedirle a mi papá que frenara a un lado de la calle para poder caminar en esa hilera desprolija de piedras que me tenían en un estado de trance, a tal punto que casi ignoro las risas de todos los presentes ante mi insólita reacción. De más está decir que nunca se orilló al cordón, pero cuando llegamos a destino fui el primero en bajar del auto.
No los quiero engañar, caminar descalzo no fue lo que esperaba pero yo ya había cumplido con mi dosis anual de asombro. Quizás me lamenté excesivamente por la elevada temperatura del pavimento, pero nadie pudo reprocharme nada. Todos estaban a la espera de alguna otra reacción inocente que les termine de alegrar el día, mientras yo vivía una experiencia inolvidable que recordaré por siempre.

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