miércoles, 24 de abril de 2013

Sucesora de un amor

Por Celia Mesías

Me gustan las calles de San Nicolás los domingos cuando salgo a caminar. Las siento tranquilas, descansando del fandango de la semana; los días soleados son únicos. Mientras recorro las veredas, los jazmines chinos me saludan con su aroma y las rosas despliegan su belleza para mí, desde los jardines de casas y plazas.
Amo el paseo costanero. De un lado, los ranchos de los isleños con sus moradores tomando mate, preparando sus botes para su labor, tejiendo sus redes indiferentes a los del otro lado o -al contrario- observando como en un cinematógrafo a los visitantes de sus costas queridas.
Del otro, los pequeños acompañados de sus padres aprendiendo a andar en bicicleta, en patines, con sus caritas de felicidad que son inolvidables. Me gusta contemplarlos, mientras la brisa con olor a río me acaricia el rostro y el sol me envuelve con su mágica energía. Todo allí parece prodigioso.
Ver los barcos en el horizonte, me hacen recordar una historia de amor que se inicia con el rencuentro de dos enamorados en el puerto. La doncella esperando en el muelle mientras el barco se acerca, buscando el rostro amado de su alma gemela. Los dos han decidido unirse para formar una familia, aquí en mi ciudad, la ciudad de mis padres y abuelos.
Ese hombre era mi bisabuelo, Ismael, que escapó de la Coruña en 1889 con apenas 7 años de edad escondido en un barco, cuando se disgustó con su padre. En el viaje, al ser descubierto, se hizo pasar por una niña aprovechando la ventaja de que tenía el pelo largo. Fueron quince días en los que dejó de ser un chiquillo lleno de ilusiones y temores por lo que viviría, para convertirse en la callada y tímida Juana.
Al llegar a destino, Ismael tomó el trabajo de ayudante de tendero. Cuando cumplió 18 años, se convirtió en empleado de correos -función que desempeñó hasta su muerte- de este pueblo en pujante crecimiento. Se casó con María, una bella, obstinada y abnegada joven, con la que tuvo 11 hijos, antes de morir a los 27 años de cáncer. Yo soy la orgullosa nieta del menor de esa prole, David Abel Mesías, un guapo trabajador, amante de las mujeres de San Nicolás y del tango.
Cada domingo, cuando vamos con mi familia a visitarlo, mi abuelo me cuenta alguna anécdota de su juventud. Su preferida es cómo conoció a Blanca, mi abuela, en el carnaval de 1945 en la plaza Mitre. Ella tenía puesta una máscara de arlequín sobre el rostro y un vestido azul, su color preferido, tan largo que solo dejaba ver unos zapatos con una bella flor en el medio. Se habían citado a las 18:30 horas en el costado derecho del escenario. La segunda orquesta convocada para tocar en el evento ya se disponía a empezar su acto cuando a mi abuelo, vestido con un elegante traje hecho a medida color marrón chocolate, alguien le toca el hombro. Al darse vuelta, no vio a nadie y volvió a concentrarse en la música. A los cinco minutos, otra vez siente que alguien le toca su hombro izquierdo y al girar allí se encontraba, según sus propias palabras, la mujer mas bella que habían visto sus ojos. "Mi blanquita", recuerda. Recorrieron el lugar charlando y riendo, él le compró un helado, ella le regaló una sonrisa y ahí, en ese momento sublime, decidieron estar juntos para siempre.
Por todo ello es que para mi San Nicolás es una tierra llena de cariño y fábula; de trabajo y esfuerzo; una ciudad llena de coyunturas y sueños por cumplir.

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