Por Tamara Sanchez
Cuando creí que San Nicolás era
más de lo mismo, una ciudad conservadora y aburrida, recordé su belleza.
Es imposible nombrar a San
Nicolás y no hablar de su río. Todos los nicoleños tienen una historia
relacionada con él, no puede pasar inadvertido, y yo no soy la excepción.
En una de mis travesías descubrí
que ya no tenía miedo al agua, ni a la isla y lo que podía encontrar en ella.
Ese viaje a través del Paraná me llevó a momentos vividos en mi infancia,
recuerdos que habían quedado guardados en algún lugar de mi memoria. Levantarse
los domingos, preparar la caña de pescar (mi primer caña de reel), disfrutar
una tarde en familia y ni hablar de las divertidas sobremesas.
Recuerdo la vez que estrené la
caña, estaba muy emocionada porque había sido un regalo muy especial para mí. Mi
papá la preparó y le puso la carnada, una pobre anguila que minutos después
estaba volando por el aire y cayendo sobre el agua. Esperé algunos minutos,
nada movía la boya. Más tarde noté que la caña se agitaba y corrí emocionada
para traer mi presa.
Cuando ya casi podía sentir el
olor de mi primer pez algo cambió todo, las piedras del barranco engancharon la
tanza y ayudaron a escapar a mi pieza, una gran boga. Estaba decepcionada,
luego de varios segundos de reflexión entendí que no era tan grave, después de
todo odio comer pescado.
No hay momentos más especiales
que los que viví en mi infancia, por eso si tengo que hablar sobre lo hermoso
de San Nicolás lo primero que invoco son esas memorias.
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