lunes, 27 de mayo de 2013

Amor, violencia y muerte

Romina Paniagua

Todo sucedió en San Nicolás. El amor, la locura y la muerte se fundieron en una noche tormentosa, donde una acalorada discusión terminó con la vida de dos personas. María, de apenas 25 años, madre de 6 hijos era golpeada por su marido Juan, de 33 años, con la culata de una 9 milímetros cuando ésta se disparó, ocasionando la muerte inmediata de la mujer. Juan al darse cuenta de lo que había sucedido, entró en la habitación continua donde se encontraban sus hijos y su hermana y pidió que cuide bien de sus hijos, sin darle tiempo a que Laura pudiese decir o hacer algo. Salió de la habitación, se arrodilló al lado del cuerpo sin vida de su mujer, le pidió disculpas, le dijo que la amaba y se pegó un tiro en la boca. Fue así como en apenas minutos, 6 pequeños entre 9 y 2 años quedaron huérfanos.
Esta historia es una de muchas que pasan en silencio en esta ciudad, como en tantas otras. Gracias a Dios, no todas terminan en muerte pero sí en mucho dolor y sufrimiento. En nuestra sociedad, la violencia de género es un mal que está de moda y es lamentable que siga siendo así.
Quizás, si María se hubiera animado a pedir ayuda, hoy todo sería diferente. No era la primera vez que era golpeada y, a pesar de los consejos de sus amigas, jamás quizo hacer la denuncia.
Todo comenzó en su primer embarazo, con tan solo 16 años. María empezó a permitir que su marido la insultara y la degradara continuamente. Al principio le molestaba y solía quejarse con sus padres pero con el correr del tiempo se fue acostumbrando, hasta que llegó el primer empujón, tan fuerte que golpeó su espalda contra la pared que estaba a unos metros. Su marido, automáticamente le pidió disculpas jurando que jamás volvería a pasar.
María, enojada, no perdonó ese primer empujón y preparó a sus 2 pequeños, tomó sus bolsos y se fue a lo de sus padres. Pero a los pocos días, Juan fue a buscarla suplicándole que vuelva, porque no podía vivir sin ella. Ella aceptó volver. Los primeros días todo era amor y dulzura, hasta que los padres de María, que eran su refugio y sostén, tuvieron que irse de la ciudad por cuestiones laborales y la dejaron sola.
Cuando Juan se enteró que sus suegros ya no estaban más para ayudar a María, el trato hostil volvió, pero esta vez no eran solo gritos, insultos, empujones, sino también golpes que le dejaban algún ojo negro o el labio partido. Sola y sin saber a quien recurrir, María empieza a aceptar su destino, justificándose a si misma que ella tenía la culpa por no ser una mujer ideal.
Los años fueron pasando y las reiteradas visitas al hospital se hicieron una dolorosa rutina. Alguna costilla fisurada o algún brazo quebrado era cosa normal para ella y para los médicos, que obviamente desconocían la situación y creían que estas lesiones eran ocasionadas por caídas a causa de su torpeza.
Cada vez que su marido llegaba de trabajar, María recurría a Marta para que llevara a sus 6 pequeños a jugar con sus hijos. María sabía que al llegar Juan, los gritos y los golpes empezarían y ella no quería que sus hijos vieran esa realidad, su realidad.
Aquel triste día, una tormenta se avecinaba cuando Laura, a mitad del camino a su casa, decidió desviarse para visitar a su hermano, su cuñada y sus sobrinos, que no veía hacia tiempo. De paso, se refugiaba de la tormenta.
Eran cerca de las doce de la noche cuando ella, acostada en la habitación con los niños, comenzó a escuchar los gritos y los golpes. Luego fue un disparo, su hermano entrando a la habitación para despedirse de los niños, la salida y un nuevo disparo. Después, todo fue silencio.

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