jueves, 16 de mayo de 2013

Un sismo en San Nicolás


Por Gaspar Martínez

Para evitar consecuencias, voy a mantenerme en el anonimato. Y aunque parecerá una historia ficticia, un relato de ciencia  ficción o el absurdo parloteo de un hombre alcoholizado, es mi realidad y significó mi reivindicación, la salvación de mi buen nombre y reputación.

Si bien lo sucedido ocurrió el 5 de junio de 1888, la historia comienza tres días antes en la plaza de la ciudad. La mayoría de los habitantes de San Nicolás de los Arroyos estaba allí, en la primera final del 23º torneo de fútbol que sentenciaría al campeón indiscutido de ese año. Los equipos ya nos habíamos enfrentado en el torneo anterior pero en instancias de semifinales y aquella vez quedamos eliminados por un penal que le cometí sobre la hora a “El Gordo”. Nunca supe su nombre, pero a partir de esa simulación (la que les concedió el penal, el gol y el partido) se volvió mi enemigo número uno. “El Gordo”, como lo indica su apodo, tenía un físico pocas veces advertido en otro deportista, no por su buena forma sino por su robustez. Cuántas burlas habrá recibido ese delantero voluminoso que se limitaba a responder con goles, gambetas y asistencias. Era increíble, me cuesta reconocerlo pero lo era. No había quien pudiera marcarlo con efectividad, el tipo tenía el arco entre ceja y ceja (aunque estuviese de espaldas) y no te perdonaba una. Quizás por eso mantuvimos el arco en cero en el primer juego.
Ganamos 1 a 0, mantuvimos la valla invicta y él no la tocó. Está bien no puedo engañarlos, ni siquiera jugó por culpa de una lesión. Ahora que pasó un tiempo largo, me doy cuenta que  esa lesión no fue la única razón para que no ingresara. También tuvo mucho que ver su “viveza”, no se quiso arriesgar y se guardó para la vuelta.

Volviendo al juego,  recuerdo que fue muy trabado en la mitad de cancha y con pocas llegadas, que ambos equipos se repartieron equitativamente. La mínima diferencia fue suficiente para nosotros, pero aburrida para el espectador que se fue con la esperanza de una segunda final con más juego y llegadas.

En cuanto al balance personal, mi participación pasó desapercibida y los simpatizantes que asistieron me lo hicieron sentir. Fueron tantos los comentarios que se propagaron por la ciudad en el lapso de los tres días que separaron una final de la otra, que mi intervención en la revancha estaba en duda hasta para mí. Por suerte, el técnico no entró en ese lleva y trae de  chismes y me ratificó como titular.
Ese día amanecí con un pequeño temblor en mi habitación. La señal de que esa final era mía, que yo iba a ser el protagonista y ¿por qué no?, el del milagro: vencer al rival de toda la vida en el partido más importante del año.
No fue un sacudón de esos que abren las casas a la mitad permitiendo el ingreso de un ente superior que vendría a informarme del milagro; tampoco de esos que resquebrajan la pared y dejan colarse unos rayos de luz que le dan a uno sabiduría o alguna visión de un futuro prometedor. Fue tan sólo una sacudida que vibró unos segundos y se esfumó a la brevedad. Lo cierto es que ni siquiera un terremoto podría suspender ese partido.
A la hora del partido, los alrededores de la improvisada cancha estaban repletos, el griterío era ensordecedor y los equipos ya dispuestos en el campo se preparaban para disputar los segundos 45 minutos. En la primera parte, su obstinado delantero los había puesto en ventaja al minuto de juego y, antes del cierre, ambos nos quedamos con uno menos por una pelea que incluyó empujones, miradas desafiantes y el recuerdo de que nuestro delantero estrella  intimó con la hermana de su tosco lateral.
Estábamos en problemas. Nuestro emblema se había ido expulsado y ellos se nos venían al humo. El complemento fue una carnicería, nos tiraron contra un arco y les anularon 2 goles por empujón y codazo. Milagrosamente llegamos a los últimos 10 minutos sin recibir goles en esa segunda mitad, manteniendo el resultado global 1 a 1. Y aquí empieza mi proeza. Sin haber participado en ataque en lo que iba del encuentro, me queda una pelota boyando en la puerta del área -marcada con arena- y lejos de realizar mi mejor performance como shoteador, me salió un remate al ras del piso y con una velocidad vergonzosa. Lo abucheos comenzaban a tomar color cuando un leve temblor hizo desviar el tímido remate y la bola se coló por entre las piernas del confiado arquero. Nadie notó la vibración excepto quien relata y el pobre guardametas. Estallido de gargantas, zapateo incontenible e ilusión de una victoria consumada. 2 a 1 global, ya finalizaba el poco tiempo que restaba cuando nuestro portero salió deliberadamente y derribó a “El Gordo”, ese enemigo jurado tenía que ser.

Se le vio una sonrisa y muchos dicen que era dedicada a mi, como diciendo “¿en serio creías que me podías ganar?” No había tiempo para más, el dueño del bar devenido en árbitro, indicó que luego de la falta se terminaba todo. Nadie se quería calzar los guantes, nadie quería llevar el peso de otra derrota en sus hombros. Miré a mis compañeros resignados, habían dejado todo para llevarse el título, estaban exhaustos y no sé si fue por valentía o por conocer ese peso que les mencioné, que tomé la posta y me enfrenté a la muerte. 

Enfrente tenía al imbatible, al que jamás falló un penal y menos que menos en una instancia tan decisiva. Pero ahí estábamos: yo, sudando; él sonriendo y con el grito de campeón atorado en la lengua. No podía excusarme con nada, el campo (pese a la precariedad del trazado de las líneas) estaba impecable. Si hasta recuerdo una leve elevación en el césped que acolchonaba la bola y la dejaba desnuda, indefensa ante cualquier golpe e ideal para colarse entre los tres palos.

El pitazo sonó y en el momento exacto en que “El Gordo” pateó, esperando acabar con mis sueños, el temblor volvió y el montículo de césped, que en principio era su ventaja, se convirtió en su sentencia. La pelota se fue por un costado y el encuentro terminó en empate.

Invasión de cancha, alaridos, llantos, risas, licor.  Todo se volvió un caos. Me llevaron en brazos a dar la vuelta olímpica, esa que me devolvió el honor y la buena imagen. Pero cuando los festejos recién comenzaban el sacudón del principio retornó con más furia y causó el pánico. Todo el mundo huyó de la plaza, postergando la premiación, mi reconocimiento y los aplausos, que nunca obtuve. Sé que parece una historia triste pero no teman. Ese día me sentí realizado, me había reivindicado del año anterior.
Alguien me comentó que el poste que impactó en mi cabeza y me quitó la vida fue producto de un cimbronazo iniciado con el famoso terremoto del Río de la Plata, dicen que en San Nicolás tuvo una magnitud de 4,5 en la escala Ritcher. Dicen, dicen, dicen. En lo que a mí respecta, esa tarde de gloria yo fui el del milagro.

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