Todos
recordamos nuestra primera visita a otra ciudad, a un lugar alejado de nuestra
casa, de la plaza, del barrio. Y
es así como recuerdo mi primera visita a San Nicolás, a la ciudad de los
adoquines y los edificios antiguos.
Veníamos
en el auto de mi tío, todos apretados (hasta tuve que dejar a Yamila, mi amiga
invisible porque no cabía ni un alfiler) porque siempre fuimos una familia que
se caracterizó por moverse, como quien dice, en patota. Once personas cabíamos
en un Renault 12 verde, que para ese entonces no era algo tan antiguo como ahora. Cada uno
tenía su lugar y sabía quién iría a su lado o, en mi caso, quien me llevaría upa, obvio que mi mamá.
No
leíste mal, éramos 11 los que bajábamos en el Parque San Martín, cual payasos
de circo del autito. Recuerdo que tomada de la mano de mi mamá, porque apenas tenía
4 años, lo primero que divisé fueron unos autos a pedales. Eran simples carros,
pero juro que en ese momento para mí fueron verdaderos autos a pedales. Con una
incontenible emoción, le dije a mi hermana: “mirá, Vicky, vamos a andar en esos”. Ella solo me sonrió, nunca le gustaron mucho las aventuras y eso parecía serlo.
Mientras
los grandes ubicaban los elementos de picnic y los 5 chicos restantes, es
decir, mis hermanas y mis primos corrían a los juegos, yo me prendí de la pierna
de mi madre rogándole permiso para subirme a esos carritos. No podía dejar
pasar esa oportunidad, en mi ciudad no había esas cosas y yo quería ser piloto
en esa aventura.
Después
de un largo rato de enojo y lágrimas (siempre fue y seguirá siendo mi defecto
ser caprichosa) cansé a mis padres y me dejaron ir junto a los demás chicos, no
sin antes advertirme que por mi pequeña estatura no llegaría a pedalear. Y así
era, los padres siempre pero siempre tienen la razón. Mis cortas piernas no
llegaban a los pedales de los autos. Yo quería estar en la conducción
del vehículo y no podía, me puse muy triste, pero mi primo se las ingenió para
que mi paseo sea una aventura más allá del impedimento que se me había
presentado.
En
el parque hay un monumento a San Martín enorme, en ese momento las rejas que
hoy lo encierran no existían, pero si existía la regla de no subirse con los
carros. Mi primo, que siempre fue un desacatado, junto a una de mis hermanas
llegaron al lugar y obviamente pedalearon hasta subir. Y yo que venía triste por no pedalear, comencé a sentir nuevamente la emoción de estar en uno de esos autos a pedales. Subimos hasta donde pudimos y empezamos
a bajar marcha atrás, a toda velocidad y sin pedalear. Fue un momento inolvidable.
Sin dudas cuando tuvimos que devolverlos carros nos retaron, tanto los dueños de los cochecitos como nuestros padres. Pero a mi nada me importaba, mi aventura casi frustrada se había concretado y estaba feliz.
Esos autos a pedales marcaron muchas de mis excursiones a San Nicolás. Con el tiempo crecí -no creas que mucho- y pude llegar a ser la conductora. Igual creo que era mejor que me lleven, ¡son tan pesados!. Ni te digo si ya estuviste pedaleando 10 minutos de los 15 que dura el paseo, con 22 años y un domingo a la tarde.
Sin dudas cuando tuvimos que devolverlos carros nos retaron, tanto los dueños de los cochecitos como nuestros padres. Pero a mi nada me importaba, mi aventura casi frustrada se había concretado y estaba feliz.
Esos autos a pedales marcaron muchas de mis excursiones a San Nicolás. Con el tiempo crecí -no creas que mucho- y pude llegar a ser la conductora. Igual creo que era mejor que me lleven, ¡son tan pesados!. Ni te digo si ya estuviste pedaleando 10 minutos de los 15 que dura el paseo, con 22 años y un domingo a la tarde.
Estoy
segura que no soy la única que quiso vivir la aventura de conducir por primera
vez un auto (aunque no tenga motor y caja de cambio). Y eso en San Nicolás es posible: solo hay que ir
al Parque San Martín o a la Plaza 14 de abril, que está frente a
cementerio, y disfrutar del paseo.
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