martes, 14 de mayo de 2013

Un nombre en el olvido

Por Beatriz A. Buonocore


Una historia más de tantas que no se tienen en cuenta en las ciudades. Su nieto la recuerda con emoción, admiración y tristeza. Recuerda lo que su padre y tíos contaban;  y él de chico escuchaba con mucha atención, porque esas historias lo atrapaban. Se imaginaba las escenas  sin haberlos conocido, era como si toda su niñez hubiese transcurrido de la mano de ellos.
Hace esfuerzo para recordar datos, frunce su rostro, se queda pensativo en cada frase como buscando las palabras que va a expresar. Con un movimiento de manos, cerrando y abriendo sus dedos, comienza a rememorar parte de los hechos que él no vivió, pero si sus antepasados, y los tomó como propios, como si él hubiese bajado del barco junto a ellos.
"Allá por mediados del siglo XIX - comienza su relato - llegaban al puerto de Buenos Aires, barcos de casi todas partes del mundo, de uno de estos desembarcaron ellos, mis bisabuelos, hacía poco que habían contraído nupcias. Venían a construir su futuro, en este país. Ella, temerosa lo tomó del brazo y juntos se dirigieron hacia una carreta, que los trasladó a su destino. El carruaje comenzó a moverse y los caballos que tiraban de él empezaron su largo recorrido".
Como si se hubiese quedado sin palabras comenzó a hablar más tranquilo, moderando su voz. Agregó que escuchó que fueron muchos días de viaje. En ese momento, me imaginé a esos matungos dibujar sus propias  pisadas en la tierra y su transpiración regando el camino, donde cada gota se transformaban en cristales que al caer estallaban sobre el pasaje polvoriento. No supo exactamente cuántos días viajaron sus bisabuelos hasta llegar a la ciudad de San Nicolás de los Arroyos, al norte de la provincia de Buenos Aires.
"No eran muchas las casas que se veían, estaban alejadas unas de otras, pero sus calles comenzaban a pavimentarse con grandes adoquines, cuyas piedras se extraían del penal de Sierra Chica. Estos permitían la circulación de carros, carrozas, caballos y hasta algún arriero que prefería cortar camino por el centro de la ciudad llevando su ganado", me cuenta, y con una sonrisa, sigue: "Y así, ya instalados y con trabajo, nace su primer hijo, mi abuelo. Luis Eduardo Ferrari, recuerdo el año de su nacimiento porque mi padre siempre lo asociaba con el año de la muerte de Sarmiento, en 1888, como para no olvidarlo, hecho que me sirvió en el futuro para aquellas preguntas que hacían las maestras cuando hablábamos en clases del padre de los maestros", acotó, para luego concluir: "Más adulto y leyendo algo de geografía me entero que en ese mismo año se inauguró como lugar turístico, la ciudad de piedra, Mar del Plata. Otro acontecimiento que no olvidé, por asociación", vuelve a reír con más ganas.

Sigue contando sobre su abuelo, recordando que desde muy joven comienza a trabajar. Solo tenía doce años cuando su madre le pidió salir a trabajar para ayudar con los gastos de la casa. Luís - así lo llamaban -  no dudó ni un instante el pedido de su madre, la respetaba y la amaba más que a nadie en el mundo. Estas últimas palabras lo emocionan, se levanta, abre un mueble, saca un vaso, lo llena de agua y se lo toma rápidamente. Da la sensación de que estaba apurado para seguir contando su historia antes de olvidarse. Se sentó nuevamente en la silla de algarrobo y, mirándome, comenzó nuevamente a hablar de su abuelo.
"A los diecisiete - sigue contando - comenzó a ocuparse del ganado en una estancia vecina, donde lo respetaban y ayudaban pagándole buena remuneración. Arriaba por los, entonces, caminos de piedras y tierra, ayudado por caballos, trayendo buenas cantidades de ganado desde Rosario a San Nicolás. A esa edad, sabía que comprando las cabezas en otra ciudad los costos eran más bajos y podía hacer una diferencia de dinero vendiéndoselas a los diferentes carniceros, que compraban y carneaban sus futuras ventas a una sociedad de consumo masiva. No paso mucho tiempo hasta que creó su propio grupo de arrieros. Muchos de ellos eran sus amigos incondicionales y se encargaban de las compras y ventas de reses en la región". Nuevamente quedó pensativo unos segundos, no se si llegó al minuto, pero valía la pena dejarlo pensar. Luego, continuó:
"Más tarde, se casó con Amanda Salinas, mi abuela - se iluminaron sus ojos -  una joven con bastantes años menos que él. Instalaron su casa en Avda. Alberdi y Moreno, donde también construyeron dos locales: en uno pusieron un Almacén de Ramos Generales, sobre la ochava, atendido por ella y en el otro, sobre Alberdi, colocó su primera carnicería atendida por los peones, que eran  gente de su confianza. Trabajó unos años vendiendo las mejores carnes del lugar, sus divisas acrecentaron cientos de porcentajes, su vivir era de un muy buen nivel", aclara. "A pesar de su autoritarismo como padre, según me contó mi padre, a sus hijos no les faltaba nada, desde las más deseadas modas para sus tres hijos varones, hasta los rebeldes gustos de sus dos hijas mujeres. Otro de sus grandes negocios fue la compra de campos para posteriormente instalar el primer y único, hasta el momento, matadero de la región".

Comienzo de inversiones.
Nuevamente se produce un silencio. Toma aire, deja gemir un suspiro y sigue contando. "Por el 1915 compra su primera flotilla compuesta por tres camiones Ford 1914, para el traslado de haciendas desde Rosario a San Nicolás. Instaló tres carnicerías más para cada uno de sus hijos varones y fundó el matadero, en los terrenos que años atrás había adquirido". Lo interrumpí preguntándole donde se encontraban esos terrenos y me responde: "donde era la empresa CARCIGOM, en el norte de la ciudad", y volvió nuevamente a concentrarse para seguir: "sus ganas de progresar eran tan desenfrenadas que compró los terrenos que abarcan la manzana entre Moreno, Alberdi, Olleros y José Ingenieros. Realmente quiso hacer un imperio de su trabajo", acotó.
Después de estar largo rato hablando, me preguntó si quería tomar algo, pero yo estaba tan entusiasmada escuchándolo que negué con la cabeza su invitación para seguir oyendo la historia. Quería saber cómo terminaba y cómo era aquel hombre que atrapó los pensamientos de ese otro que estaba frente a mi. Él siguió contando: "Luís era un hombre corpulento", dice como si me hubiese leído el pensamiento. "¿Querés ver una foto?", me pregunta, y vuelvo a mover mi cabeza pero esta vez asintiendo. Se dirige hacia un cajón de un aparador de estilo inglés y saca una foto, de esas fotos pegadas en cartón, y me llamó la atención que  sobre éste estaba estampada la firma de la casa de fotografía. La foto en blanco y negro, bastante borroneada, mostraba a un hombre corpulento de gran contextura, parado cerca de un caballo, con su rostro sonriente. "Ciento cuarenta kilos pesaba mi abuelo, con una altura de un metro ochenta y cinco; grandes ojos que se confundían con el cielo, una piel blancuzca invernal y una tez rojiza como un tomate", se entusiasma describiéndome a su abuelo. Continúa su detalle: "Su cabello era ceniza, así como el carbón cuando es quemado por el fuego, y su carácter dominante, comparable al rey de ajedrez". Termina la frase y calla, buscando en mi mirada complicidad de aquellas palabras comparativas, pero que definen la personalidad de su antepasado. Noté que esperaba un signo de aprobación, fue una sonrisa que lo motivo a seguir hablando. Con orgullo siguió diciendo: "Un hombre que luchó hasta lograr sus objetivos, un hombre que hizo fortuna a través de su sabiduría, de su mirada futurista, de sus ganas de hacer raíces en el lugar que sus padres habían elegido para que él y sus hermanos, nacieran". Otra vez se quedó callado. Vi cómo su rostro se transformó dejando asomar nuevamente la tristeza en su expresión, su mirada de nuevo perdida. Lo observé, me quedé callada, mirándolo fijamente, esperando el cierre de la historia que me supo atrapar. Ese silencio intenso, sin ningún ruido que se infiltrara, con todo un clima de éxtasis que él, ese nieto que tanto admiración siente por su abuelo y al cual lo transformó en su referente, se volvió a romper cuando dijo con voz ahogada: "No alcanzó para que sus tres hijos varones, a su muerte, dilapidaran todos sus logros, despilfarrando dinero en el juego, carreras y vicios que encontraban a su paso". Su propia reflexión lo angustió, volvió a tomar el vaso entre sus manos, se dirigió hacia la canilla llenando el recipiente de agua y se la tomó sin respirar. Dándose vuelta hacia mí, me comentó, "nosotros los nietos, lo lamentamos", haciéndose eco de los no presentes.

 

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