Corría el año 1973, era un gélido día de mediados
de julio y los niños de nuestra ciudad gozaban del primer
receso escolar. En los patios de las casas, a pesar de las bajas
temperaturas, podías encontrar mocitos jugando a la pelota con abrigadas camperas
y bufandas; en las calles, poco transitadas, podías observar a los pequeños jugando a
ser policías motorizados (bicicleta) en persecución de algunos “maleantes”, simulando las sirenas con sus voces. Las niñas, por su parte, con sus
pequeños coches, paseaban a sus “bebes” por las imaginarias calles de su
pueblo, conversando con sus “vecinas” mientras hacían las compras; otras, en
cambio, enseñaban la lección a sus “alumnos" sentadas en sus improvisados
escritorios hechos de cajones de manzanas. Muy concentradas, hablaban al
alumnado (arboles, plantas o perros echados cerca) y de a ratos se ponían de
pie para escribir en el pedazo de madera que hacía de pizarrón, con un
pedacito de tiza que habían podido conseguir de la señorita.
Cerca del mediodía, el
débil sol de invierno se escondió detrás de algunos grises y amenazantes
nubarrones, el cielo en minutos se puso negro y empezó a soplar un álgido viento
que abofeteaba los rostros de los que encontraba a su paso. Los pequeños se
resistían a abandonar sus aventuras, pese a sus padres insistían para que
entraran a sus casas, hasta que finalmente hacían caso.
La lluvia empezó a caer
puntual a las 12 p.m., copiosamente. El viento la balanceaba a su ritmo
monótono, vertiginoso, hasta que el líquido se convirtió en agua nieve y comenzó a solidificarse,
tomando fuerza en medrosos copos al principio, perfectamente claros después. En minutos
cubrió todo a su paso, modificando el paisaje rutinario del vecindario por una
imagen parecida a la que muestran las postales del sur argentino.
Pequeños y grandes
resurgieron eufóricos a las calles a recibir el milagro. Hubieron personas adultas
que por primera vez en su vida tocaban la nieve y tomaban los copos entre sus
manos fascinados, sonrientes, felices. Los niños, a su vez saltaban,
corrían, con los brazos extendidos. Formaban pelotas para tirarle a sus vecinos
y amigos, otros hacían muñecos de nieve, cediéndole sus bufandas o robándole a
las distraídas mamás algo de ropa del placard. Todo era una fiesta en
aquel momento que no se repetía desde hacía 55 años, ya que la primera vez que nevó en San Nicolás fue el 14 de julio de 1918, aunque no hay
registros fotográficos de la época.
Todo era tan inmaculado y tan
bello, los techos de las casas y autos, los jardines, hasta los perros
transitaban moviendo la cola siguiendo a los chiquillos con su lomo cubierto
de nieve. A las 17, el sortilegio llegó a su fin. Nuevamente la tormenta mutó para transformarse en la tradicional
lluvia que, en minutos, diluyó el mágico escenario. Los chicos y sus familiares
volvieron al reparo de sus moradas y todo volvió a ser como antes. O tal
vez no, porque a cada persona que indague por el fenómeno ocurrido aquel 16 de
julio de 1973, se le ilumina la mirada al evocarlo y hasta me animaría a
señalar que sienten un poquito de dicha en el corazón al recordar aquella vez que nevó en San Nicolás.
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